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viernes, 22 de marzo de 2013

DON ALVARO O LA FUERZA DEL SINO.

DON ALVARO O LA FUERZA DEL SINO

Autor: Ángel de Saavedra, duque de Rivas, poeta y dramaturgo; 1791-1865.


 Don Álvaro, joven de origen desconocido, lleno de virtudes, valiente y rico, llega a Sevilla y se enamora de Leonor, hija del soberbio marqués de Calatrava quien se opone al matrimonio, por lo cual don Álvaro convence a su amada para huir y casarse con él.
La misma noche en que se disponen a consumar sus planes, los enamorados son sorprendidos por el marqués. Don Álvaro rinde su pistola en señal de sumisión y acatamiento, pero el arma se dispara accidentalmente. El marqués cae herido y muere maldiciendo a su hija.
Los jóvenes huyen, pero en el camino los criados de ambos bandos se traban en combate. Don Álvaro es herido gravemente y pierde el sentido, pero un sirviente suyo, lo salva y lleva a lugar seguro.
El joven, creyendo muerta a Leonor en la refriega, desesperado y buscando la muerte, se enlista con nombre falso en las filas que combaten en Italia. Aquí, en un pleito entre tahúres, salva a don Carlos, hermano de Leonor, quien también pelea con nombre supuesto. Poco después, éste salva la vida a don Álvaro, que ha sido herido en el campo de batalla. Cuando más tarde ambos se identifican y reconocen, se desafían a duelo y don Álvaro mata a don Carlos.
Leonor, mientras tanto, luego de aquella terrible noche, permanece oculta durante un año en casa de una tía. Más tarde, huye vestida de hombre y hace vida de ermitaña penitente en un desierto, al amparo de un convento de frailes.
Han pasado ya cuatro años. Don Álvaro, huyendo de Italia y en acto de contrición por tantas muertes involuntarias que ha causado, retorna a España y renuncia al mundo con el deseo de acabar sus días consagrado a la vida monástica en el convento de frailes donde se asila Leonor, sin que ninguno sepa de la existencia ni la identidad del otro.
Hasta el monasterio lo persigue el segundo hijo del marqués, don Alfonso quien, además, ha descubierto que don Álvaro es hijo de un virrey y de una princesa india sublevados contra España para restablecer el antiguo imperio de los incas. Don Alfonso desafía al enamorado de su hermana y el duelo se efectúa lejos del convento, entre las peñas abruptas, cerca del sitio donde se oculta Leonor solitaria y penitente. Don Álvaro hiere de muerte a su enemigo y éste, moribundo, pide un confesor.
Leonor reconoce la voz de su hermano y acude en su auxilio. Don Alfonso, creyendo que ella y su enamorado viven como amantes en aquel lugar, antes de expirar mata a su hermana de una puñalada. Don Álvaro, desesperado por su impotencia ante la fuerza del destino, se arroja a un precipicio.

50 SOMBRAS DE GREY.

CINCUENTA SOMBRAS DE GREY

Cuando la estudiante de literatura Anastasia Steele acude para hacerle una entrevista al joven y exitoso empresario Christian Grey para el periódico universitario en el que colabora, se encuentra con un hombre que le resulta atractivo, enigmático y tremendamente intimidante. Completamente convencida de que su encuentro ha sido todo un fracaso, intenta olvidarse de Grey... hasta que a él se le ocurre aparecer por la tienda de informática en la que Ana trabaja a tiempo parcial.

La idealista e inocente Ana se queda asombrada cuando se da cuenta de que desea con todas sus fuerzas a ese hombre, y el que él la advierta de que se mantenga alejada sólo hace que su desesperación por estar con él aumente.

Incapaz de resistirse a la inteligencia y serena belleza de Ana y a su espíritu independiente, Grey termina por admitir que también la desea... pero con sus propias condiciones.

Consternada, aunque excitada, por las preferencias sexuales de Grey, Ana duda sobre si entablar con él una relación o no. A pesar de todos su éxitos —tanto en el ámbito profesional como en el familiar—, Grey es un hombre lleno de demonios interiores, dominado por la necesidad de tomar el control. Y cuando ambos se embarcan en una apasionada relación física, Ana se da cuenta de que está aprendiendo más sobre sus propias y secretas necesidades de lo que se imaginaba.

¿Podrá esa relación trascender de la pasión física? ¿Podrá Ana someterse a un Amo como Christian? Y, si lo hace, ¿le gustará?

miércoles, 20 de marzo de 2013

Siddharta

PRIMERA PARTE
-EL HIJO DEL BRAHMÁN-
Siddharta, el agraciado hijo del brahmán, el joven halcón, creció junto a su amigo Govinda al lado de la sombra de la casa, con el sol de la orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de sauces y de higueras. El sol bronceaba sus hombros brillantes al borde del río, en el baño, en las abluciones sagradas, en los sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en el boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su madre, en los sacrificios religiosos, en las enseñanzas de su padre y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho tiempo que Siddharta participaba en las conferencias de los sabios. Con Govinda se entrenaba en las lides de Ja palabra, en el arte de la contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar quedamente el Om la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo en silencio, aspirando hacia adentro; aprendió a enunciarlo calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender el interior de su atman indestructible en el mundo material.
La alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente, con deseos de saber; observaba cómo crecía en Siddharta un gran sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.
Una deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía andar, sentarse y levantarse. Siddharta el fuerte, el hermoso, el que caminaba sobre piernas delgadas, el que saludaba con perfectos modales.
El corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddharta paseaba por las callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con mirada real, con caderas estrechas.
Pero Govinda era el que más amaba a Siddharta, su amigo, el hijo del brahmán. Sentía afecto por la mirada de Siddharta y por su cálida voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos movimientos; apreciaba todo lo que Siddharta hacía y decía. Pero lo que veneraba más era su inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea voluntad y su vocación sublime. Govinda lo presentía: Este no será un brahmán corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios, ni un ávido comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin embargo, tampoco será una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco él, Govinda, quería ser así, un brahmán como hay diez mil. Quería seguir a Siddharta, el amado, el maravilloso. Y si Siddharta un día se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz, Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su criado, su escudero, su sombra.
Todos querían así a Siddharta. A todos daba alegría y gozo.
No obstante, el propio Siddharta no sentía alegría ni gozo de sí mismo. Su corazón no compartía ese júbilo general cuando andaba por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus miembros en el diario baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas sombras del bosque de mangos. Incesantemente se le aparecían sueños y pensamientos en que veía la corriente del río, el brillo de las estrellas nocturnas, el resplandor del sol. El ánimo se le intranquilizaba con pesadillas salidas del humo de los sacrificios, de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los viejos brahmanes.
Siddharta había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó por comprender que el amor de su padre, el cariño de su madre, y también el afecto de su amigo, Govinda, no le harían feliz para toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a presentir que su venerable padre y los otros profesores, junto con los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la parte más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta la plétora el recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se encontraba lleno. El espíritu no se hallaba satisfecho, el alma no estaba tranquila, el corazón no se sentía saciado. Las abluciones eran buenas, pero eran agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón. Los sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes... Pero, ¿lo eran todo? ¿Daban los sacrificios la felicidad? ¿Y qué sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati el creador del mundo? ¿No era el atman, lo único, lo indivisible? ¿Acaso los dioses no eran unos seres creados como yo y como tú, súbditos del tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar devoción, que no fuera al único, al atman? ¿Y dónde se podía encontrar el atman? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón eterno? ¿Dónde sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero dónde se hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es hueso, no es pensamiento ni conciencia: así lo enseñan los grandes sabios. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía otro camino para llegar al yo, al atman..., un camino que valía la pena buscar?
¡Pero nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo conocía! ¡Ni el padre, ni los profesores y sabios, ni los sagrados ritos de los sacrificios! Todo lo sabían los brahmanes y sus libros religiosos. Lo conocían todo. Se habían preocupado de todo; lo referente a la creación del mundo, al origen de la oración, de los elementos, de la aspiración, de la espiración, a las órdenes de los sentidos, a los hechos de los dioses. Sabían infinidad de cosas. Pero, ¿tenía algún valor saber todo eso, si se desconocía al Uno, al Único, al más Importante, al únicamente Importante?
Ciertamente, muchos versos de los libros sagrados, sobre todo los Upanishandas de Samaveda, hablaban de este interior y último. Maravillosos versos.
«Tu alma es el mundo entero», se leía allí.

lunes, 4 de marzo de 2013

Celebración del 8 de marzo


Las mujeres que leen son peligrosas. La única forma de escapar de una habitación herméticamente cerrada es abriendo un libro; esta es la idea que parece transmitir Stefan Bollmann en su obra Las mujeres que leen son peligrosas, un recorrido pictórico y fotográfico por mujeres entregadas al placer de la lectura.