PRIMERA
PARTE
-EL
HIJO DEL BRAHMÁN-
Siddharta,
el agraciado hijo del brahmán, el joven halcón, creció junto a su
amigo Govinda al lado de la sombra de la casa, con el sol de la
orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de
sauces y de higueras. El sol bronceaba sus hombros brillantes al
borde del río, en el baño, en las abluciones sagradas, en los
sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en
el boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su
madre, en los sacrificios religiosos, en las enseñanzas de su padre
y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho
tiempo que Siddharta participaba en las conferencias de los sabios.
Con Govinda se entrenaba en las lides de Ja palabra, en el arte de la
contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar
quedamente el Om la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo
en silencio, aspirando hacia adentro; aprendió a enunciarlo
calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la
frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender
el interior de su atman indestructible en el mundo material.
La
alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente,
con deseos de saber; observaba cómo crecía en Siddharta un gran
sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.
Una
deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía
andar, sentarse y levantarse. Siddharta el fuerte, el hermoso, el que
caminaba sobre piernas delgadas, el que saludaba con perfectos
modales.
El
corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddharta
paseaba por las callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con
mirada real, con caderas estrechas.
Pero
Govinda era el que más amaba a Siddharta, su amigo, el hijo del
brahmán. Sentía afecto por la mirada de Siddharta y por su cálida
voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos movimientos;
apreciaba todo lo que Siddharta hacía y decía. Pero lo que veneraba
más era su inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea
voluntad y su vocación sublime. Govinda lo presentía: Este no será
un brahmán corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios,
ni un ávido comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador
vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin embargo, tampoco será
una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco
él, Govinda, quería ser así, un brahmán como hay diez mil. Quería
seguir a Siddharta, el amado, el maravilloso. Y si Siddharta un día
se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz,
Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su
criado, su escudero, su sombra.
Todos
querían así a Siddharta. A todos daba alegría y gozo.
No
obstante, el propio Siddharta no sentía alegría ni gozo de sí
mismo. Su corazón no compartía ese júbilo general cuando andaba
por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba sentado
a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus
miembros en el diario baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre
las profundas sombras del bosque de mangos. Incesantemente se le
aparecían sueños y pensamientos en que veía la corriente del río,
el brillo de las estrellas nocturnas, el resplandor del sol. El ánimo
se le intranquilizaba con pesadillas salidas del humo de los
sacrificios, de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los
viejos brahmanes.
Siddharta
había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó
por comprender que el amor de su padre, el cariño de su madre, y
también el afecto de su amigo, Govinda, no le harían feliz para
toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a
presentir que su venerable padre y los otros profesores, junto con
los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la parte más
importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta
la plétora el recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se
encontraba lleno. El espíritu no se hallaba satisfecho, el alma no
estaba tranquila, el corazón no se sentía saciado. Las abluciones
eran buenas, pero eran agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed
del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón. Los
sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes... Pero,
¿lo eran todo? ¿Daban los sacrificios la felicidad? ¿Y qué
sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati el creador del
mundo? ¿No era el atman, lo único, lo indivisible? ¿Acaso los
dioses no eran unos seres creados como yo y como tú, súbditos del
tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a
los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar
devoción, que no fuera al único, al atman? ¿Y dónde se podía
encontrar el atman? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón
eterno? ¿Dónde sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo
indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero dónde se
hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es
hueso, no es pensamiento ni conciencia: así lo enseñan los grandes
sabios. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía otro
camino para llegar al yo, al atman..., un camino que valía la pena
buscar?
¡Pero
nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo conocía! ¡Ni el padre, ni
los profesores y sabios, ni los sagrados ritos de los sacrificios!
Todo lo sabían los brahmanes y sus libros religiosos. Lo conocían
todo. Se habían preocupado de todo; lo referente a la creación del
mundo, al origen de la oración, de los elementos, de la aspiración,
de la espiración, a las órdenes de los sentidos, a los hechos de
los dioses. Sabían infinidad de cosas. Pero, ¿tenía algún valor
saber todo eso, si se desconocía al Uno, al Único, al más
Importante, al únicamente Importante?
Ciertamente,
muchos versos de los libros sagrados, sobre todo los Upanishandas de
Samaveda, hablaban de este interior y último. Maravillosos versos.
«Tu
alma es el mundo entero», se leía allí.