PRIMERA
PARTE
-EL
HIJO DEL BRAHMÁN-
Siddharta,
el agraciado hijo del brahmán, el joven halcón, creció junto a su
amigo Govinda al lado de la sombra de la casa, con el sol de la
orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de
sauces y de higueras. El sol bronceaba sus hombros brillantes al
borde del río, en el baño, en las abluciones sagradas, en los
sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en
el boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su
madre, en los sacrificios religiosos, en las enseñanzas de su padre
y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho
tiempo que Siddharta participaba en las conferencias de los sabios.
Con Govinda se entrenaba en las lides de Ja palabra, en el arte de la
contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar
quedamente el Om la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo
en silencio, aspirando hacia adentro; aprendió a enunciarlo
calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la
frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender
el interior de su atman indestructible en el mundo material.
La
alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente,
con deseos de saber; observaba cómo crecía en Siddharta un gran
sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.
Una
deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía
andar, sentarse y levantarse. Siddharta el fuerte, el hermoso, el que
caminaba sobre piernas delgadas, el que saludaba con perfectos
modales.
El
corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddharta
paseaba por las callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con
mirada real, con caderas estrechas.
Pero
Govinda era el que más amaba a Siddharta, su amigo, el hijo del
brahmán. Sentía afecto por la mirada de Siddharta y por su cálida
voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos movimientos;
apreciaba todo lo que Siddharta hacía y decía. Pero lo que veneraba
más era su inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea
voluntad y su vocación sublime. Govinda lo presentía: Este no será
un brahmán corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios,
ni un ávido comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador
vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin embargo, tampoco será
una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco
él, Govinda, quería ser así, un brahmán como hay diez mil. Quería
seguir a Siddharta, el amado, el maravilloso. Y si Siddharta un día
se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz,
Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su
criado, su escudero, su sombra.
Todos
querían así a Siddharta. A todos daba alegría y gozo.
No
obstante, el propio Siddharta no sentía alegría ni gozo de sí
mismo. Su corazón no compartía ese júbilo general cuando andaba
por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba sentado
a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus
miembros en el diario baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre
las profundas sombras del bosque de mangos. Incesantemente se le
aparecían sueños y pensamientos en que veía la corriente del río,
el brillo de las estrellas nocturnas, el resplandor del sol. El ánimo
se le intranquilizaba con pesadillas salidas del humo de los
sacrificios, de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los
viejos brahmanes.
Siddharta
había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó
por comprender que el amor de su padre, el cariño de su madre, y
también el afecto de su amigo, Govinda, no le harían feliz para
toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a
presentir que su venerable padre y los otros profesores, junto con
los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la parte más
importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta
la plétora el recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se
encontraba lleno. El espíritu no se hallaba satisfecho, el alma no
estaba tranquila, el corazón no se sentía saciado. Las abluciones
eran buenas, pero eran agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed
del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón. Los
sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes... Pero,
¿lo eran todo? ¿Daban los sacrificios la felicidad? ¿Y qué
sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati el creador del
mundo? ¿No era el atman, lo único, lo indivisible? ¿Acaso los
dioses no eran unos seres creados como yo y como tú, súbditos del
tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a
los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar
devoción, que no fuera al único, al atman? ¿Y dónde se podía
encontrar el atman? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón
eterno? ¿Dónde sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo
indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero dónde se
hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es
hueso, no es pensamiento ni conciencia: así lo enseñan los grandes
sabios. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía otro
camino para llegar al yo, al atman..., un camino que valía la pena
buscar?
¡Pero
nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo conocía! ¡Ni el padre, ni
los profesores y sabios, ni los sagrados ritos de los sacrificios!
Todo lo sabían los brahmanes y sus libros religiosos. Lo conocían
todo. Se habían preocupado de todo; lo referente a la creación del
mundo, al origen de la oración, de los elementos, de la aspiración,
de la espiración, a las órdenes de los sentidos, a los hechos de
los dioses. Sabían infinidad de cosas. Pero, ¿tenía algún valor
saber todo eso, si se desconocía al Uno, al Único, al más
Importante, al únicamente Importante?
Ciertamente,
muchos versos de los libros sagrados, sobre todo los Upanishandas de
Samaveda, hablaban de este interior y último. Maravillosos versos.
Y
escrito está que el hombre, mientras duerme, durante el sueño
profundo, entra en su propio interior y vive en el atman. ¡Qué
maravillosa sabiduría entrañaban esos versos! Todo el conocimiento
de los grandes sabios se había reunido en estas palabras mágicas,
puras como la miel de las abejas. No, no se debían menospreciar los
enormes conocimientos que aquí se guardaban, reunidos por
innumerables generaciones de sabios y penitentes, que habían logrado
no sólo conocer este profundo saber, sino también vivirlo. ¿Dónde
se encontraba el experto que era capaz de retener el atman desde el
sueño hasta el despertar, durante la vida, con cada paso, palabra o
hecho?
Siddharta
conocía a muchos brahmanes venerables, sobre todo a su padre, el
puro, el sabio, el más reverenciado. Su padre era digno de
admiración; su comportamiento resultaba sosegado y noble, su vida
era pura, su palabra sabia, los pensamientos de su frente delicados y
aristocráticos. Pero él, que sabía tanto, ¿vivía en la
bienaventuranza, tenía la paz? ¿Acaso no era también uno de los
que buscan siempre, sedientos? ¿No necesitaba beber continuamente en
las fuentes sagradas, en los sacrificios, en los libros, en los
diálogos con los brahmanes? ¿Por qué él, que era irreprochable,
tenía que lavar diariamente sus pecados, esforzarse cada día en la
purificación, repetirla cotidianamente? ¿No estaba el atman en él,
no fluía la primera fuente de su propio corazón? ¡Esa primera
fuente debía, tenía que encontrarse en el propio yo! ¡Era
necesario poseerla! Todo lo restante era una simple búsqueda, un
rodeo, un desvarío.
Tales
eran los pensamientos de Siddharta. Esa era su sed, su sufrimiento.
A
menudo pronunciaba las palabras de un Chandogya-Upanishad:
-Quizás
el nombre del brahmán sea Satyam... Quien lo sabe con certeza entra
diariamente en el mundo celestial.
Siddharta
parecía estar a menudo cerca del mundo celeste, pero nunca lo había
alcanzado completamente, jamás había saciado la última sed.
Tampoco ninguno de todos los más sabios que Siddharta conociera, y
de cuyas enseñanzas disfrutó, había conseguido ese mundo celestial
que apaga la sed eterna para siempre.
-Govinda
-dijo Siddharta a su amigo-, Govinda, ven conmigo a la higuera de los
banianos. Tenemos que practicar el arte de la meditación.
Se
fueron a la higuera de los banianos. Se sentaron. Aquí Siddharta y
veinte pasos más allá Govinda. Acomodado y dispuesto a decir el Om,
Siddharta repitió el verso murmurando:
Om
es el arco, la flecha, es el alma,
la
meta de la flecha es el brahmán,
al
que sin cesar se debe alcanzar.
Cuando
había pasado el tiempo acostumbrado para el ejercicio del arte de
ensimismarse, Govinda se levantó. Se había hecho tarde; ya era la
hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a Siddharta por su
nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se hallaba sentado, con la
mirada fija en una meta lejana, con la punta de la lengua saliendo un
poco entre los dientes; parecía que no respiraba. Así sentado,
logrado el arte de ensimismarse, pensaba en el Om, enviaba su alma
como una flecha hacia el brahmán.
Un
día, por la ciudad de Siddharta pasaron unos samanas, ascetas
peregrinos; eran tres hombres enjutos y apagados, ni viejos ni
jóvenes, con hombros ensangrentados y llenos de polvo, casi
desnudos, quemados por el sol, rodeados de soledad, forasteros y
enemigos del mundo, extraños y flacos chacales en un reino de
hombres. Tras ellos venía un ardiente hálito de silenciosa pasión,
de servicio destructivo, de despersonalización implacable.
Por
la noche, después de la hora de la contemplación, Siddharta declaró
a Govinda:
-Mañana
de madrugada, amigo, Siddharta irá con los samanas. Será un nuevo
samana.
Govinda
palideció al oír tales palabras y al leer en la cara inmóvil de su
amigo aquella decisión imposible de desviar, como la flecha
disparada por el arco. De pronto, y con la primera mirada, Govinda se
dio cuenta: esto es sólo el principio; ahora Siddharta iniciará su
camino, ahora empieza a despertar su destino. Y con el suyo, también
el mío. Y se tomó lívido como la piel seca de un plátano.
-Siddharta
-invocó-. ¿Te lo permitirá tu padre?
Siddharta
le observó como uno que empieza a despertarse. Raudo como una flecha
leyó en el alma de Govinda, adivinó el miedo, advirtió la
sumisión.
-Govinda
-afirmó en voz baja-, no debemos malgastar palabras. Mañana de
madrugada empezaré la vida de los samanas. No se hable más.
Siddharta
entró en la habitación donde se encontraba su padre sentado encima
de una estera de maguey; se colocó tras él y aguardó hasta que se
diera cuenta de que alguien se hallaba a sus espaldas.
El
brahmán preguntó:
-¿Eres
tú, Siddharta? Pues manifiesta lo que has venido a decirme.
Empezó
Siddharta:
-Con
tu permiso, padre. He venido a comunicarte que deseo abandonar mañana
tu casa para irme con los ascetas. Mi deseo es convertirme en un
samana. Espero que mi padre no se oponga.
El
brahmán quedó en silencio y permaneció así tanto tiempo que, por
la pequeña ventana, pasaron las estrellas y cambiaron su figura
antes de que se rompiera el silencio de aquella habitación. Callado
y sin moverse se hallaba el hijo, con los brazos cruzados; callado y
sin moverse el padre seguía sentado sobre la estera. Y las estrellas
pasaban por el cielo. Entonces declaró el padre:
-No
es conveniente que un brahmán pronuncie palabras violentas y
furiosas. Pero la indignación estremece mi alma. No quiero oír de
tu boca este deseo por segunda vez.
Lentamente
se levantó el brahmán. Siddharta continuaba callado, con los brazos
cruzados.
-¿Qué
esperas? -preguntó el padre.
Siddharta
contestó:
-Tú
ya sabes.
Buscó
su cama y se tendió en ella lleno de ira.
Después
de una hora, el sueño no había conseguido cerrarle los ojos, se
levantó el brahmán, paseó de un lado a otro y por fin salió de la
casa. A través de la pequeña ventana de la habitación miró hacia
el interior y vio a Siddharta en el mismo sitio, con los brazos
cruzados. Pálido, con su clara túnica reluciente. El padre regresó
a su lecho con el corazón intranquilo.
Después
de una hora sin conseguir conciliar el sueño, se levantó otra vez,
paseó de un lado a otro, salió de la casa y observó que la luna
había salido. A través de la ventana de la alcoba contempló el
interior; y allí se encontraba Siddharta sin haberse movido, con los
brazos cruzados, con la luz de la luna reflejándose en sus desnudas
piernas. Con el corazón abrumado, regresó a su cama.
Y
volvió después de una hora, de dos horas; miró a través de la
pequeña ventana y vio a Siddharta a la luz de la luna, de las
estrellas, en la oscuridad. Y lo repitió a cada hora, en silencio;
miraba hacia la alcoba y veía que Siddharta no se movía. Su corazón
se llenó de ira, se colmó de intranquilidad, se saturó de miedo,
se nutrió de pena.
Y
en la última hora de la noche, antes de que empezara el día,
regresó; entró en el cuarto y observó al joven, que le pareció
más alto, como un extraño.
-
Siddharta - invoco-. ¿Qué esperas?
-Tú
ya sabes.
-¿Te
quedarás siempre así y aguardarás hasta que se haga de día, hasta
el mediodía, hasta la noche?
-Me
quedaré así y esperaré.
-Te
cansarás, Siddharta.
-Me
cansaré.
-Te
dormirás, Siddharta.
-No
me dormiré.
-Te
morirás, Siddharta.
-Me
moriré.
-¿Y
prefieres morir antes que obedecer a tu padre?
-Siddharta
siempre ha obedecido a su padre.
-Así
pues, ¿deseas abandonar tu idea?
-Siddharta
hará lo que su padre le diga.
La
primera luz del día entró en la habitación. El brahmán vio que
las rodillas de Siddharta temblaban. Sin embargo, en el rostro de su
hijo no vio ninguna duda, sus ojos miraban hacia muy lejos. Entonces
el padre se dio cuenta de que Siddharta ya desde ahora no se hallaba
a su lado, en su tierra. Ahora ya le había abandonado.
El
padre tocó el hombro de Siddharta.
-Irás
al bosque -dijo-, y serás un samana. Si encuentras la
bienaventuranza en el bosque, regresa y enséñamela. Si hallas el
desengaño, vuelve y de nuevo sacrificaremos juntos ante los dioses.
Ahora ve, besa a tu madre y dile adónde vas. Ya es mi hora de ir al
río, a efectuar la primera ablución.
Retiró
la mano del hombro de su hijo y salió. Siddharta vaciló en el
momento en que intentó andar. Dominó sus miembros, se inclinó ante
su padre y se dirigió hacia su madre para obrar tal como le había
pedido el progenitor.
Con
la primera luz del día, Siddharta abandonó lentamente la silenciosa
ciudad, con las piernas entumecidas aún. En la última choza
apareció una sombra que se había escondido allí, y que se unió al
peregrino: era Govinda.
-Has
venido -declaró Siddharta, sonriente.
-He
venido -respondió Govinda.
-CON
LOS SAMANAS-
El
mismo día, por la noche, alcanzaron a los ascetas, los enjutos
samanas, y les ofrecieron su compañía y obediencia. Fueron
aceptados.
Siddharta
regaló su túnica a un pobre de la carretera. Desde entonces, sólo
vistió el taparrabos y la descosida capa de color tierra. Comió
solamente una vez al día y jamás alimentos cocinados. Ayunó
durante quince días. Ayunó durante veintiocho días. La carne
desapareció de sus muslos y mejillas. Ardientes sueños oscilaban en
sus ojos dilatados; en sus dedos huesudos crecían largas uñas, y
del mentón le nacía una barba reseca y despeinada. La mirada se le
tornaba fría cuando una mujer cruzaba por su camino; la boca
expresaba desprecio, cuando atravesaba la ciudad con personas
vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes, y cazar a
los príncipes; presenció el llanto de los familiares de un difunto;
advirtió cómo las prostitutas se ofrecían, cómo los médicos se
preocupaban de los enfermos, cómo los sacerdotes determinaban el día
de la siembra, se percató de que los amantes se querían, de que las
madres daban el pecho a sus hijos. Y todo ello no era digno de la
mirada de sus ojos, todo mentía, todo apestaba; olía todo a
hipocresía, todo aparentaba tener sentido y felicidad y belleza,
mas, sin embargo, todo era ignorancia y putrefacción.
Siddharta
tenía un fin, una meta única: deseaba quedarse vacío, sin sed, sin
deseos, sin sueños, sin alegría ni penas. Deseaba morirse para
alejarse de sí mismo, para no ser yo, para encontrar la tranquilidad
en el corazón vacío, para permanecer abierto al milagro a través
de los pensamientos despersonalizados: ése era su objetivo. Cuando
todo el yo se encontrase vencido y muerto, cuando se callasen todos
los vicios y todos los impulsos en su corazón, entonces tendría que
despertar lo último, lo más íntimo del ser, lo que ya no es el yo,
sino el gran secreto.
Siddharta
permanecía en silencio bajo el calor vertical del sol ardiente de
dolor, de sed; y se quedaba así hasta que ya no sentía dolor ni
sed. Se hallaba en silencio durante la estación lluviosa el agua
corría desde su cabello hasta sus hombros que sentían el frío
hasta sus caderas y hasta sus piernas heladas, y el penitente
continuaba así hasta que los hombros y las piernas ya no sentían
frío, hasta que se acallaban Se mantenía sentado en silencio sobre
el bardal, hasta que le goteaba sangre de la piel caliente, y después
de las úlceras. Y Siddharta continuaba erguido, inmóvil, hasta que
ya no le goteaba la sangre, hasta que nada le punzaba hasta que nada
le quemaba.
Siddharta
estaba sentado con rigidez y trataba de ahorrar aliento de vivir con
poco aire, de detener la respiración. Aprendía a tranquilizar el
latido de su corazón con el aliento, aprendía a disminuir los
latidos de su corazón hasta que eran mínimos, casi nulos.
Instruido
por el más anciano samana, Siddharta se entrenaba en la
despersonalización, en el arte de ensimismarse según las nuevas
reglas de los samanas. Una garza voló sobre el bosque de bambú y
Siddharta absorbió a la garza en su alma; voló con ella sobre el
bosque y las montañas; era garza, comía peces, sufría el hambre de
la garza, hablaba el idioma de la garza, sentía la muerte de la
garza. Un chacal muerto se hallaba en la orilla arenosa, y Siddharta
entraba en el cadáver: era chacal muerto, yacía en la playa, se
hinchaba, apestaba, se descomponía; sintiose descuartizado por las
hienas, decapitado por los cuervos; se tomó esqueleto, y polvo, y el
vendaval se lo llevó.
El
alma de Siddharta regresó; había muerto, se había convertido en
polvo..., había probado la triste borrachera del ciclo. Ahora
aguardaba con una sed nueva, como un cazador, el hueco donde podría
escapar del ciclo, donde empezaría el fin de las causas y de la
eternidad, del dolor. Mataba sus sentidos, destrozaba su memoria,
salía de su yo y entraba en mil configuraciones extrañas: era
animal, carroña, piedra, madera, agua. Y cada vez se encontraba así
mismo al despertar; brillaba el sol o la luna, de nuevo era él, se
movía en el ciclo, sentía sed, vencía la sed, y volvía a tener
sed.
Siddharta
estudió mucho con los samanas. Aprendió a andar por diversos
caminos para alejarse del yo. Anduvo por el camino de la
despersonalización a través del dolor, a través del sufrimiento
voluntario y del vencimiento del dolor, del hambre, de la sed, del
cansancio. Caminó por la despersonalización a través del
pensamiento, de vaciar la mente de toda imaginación. Se enteró de
estos y otros métodos, mil veces abandonó su yo; durante horas y
días permanecía en el no-yo. Pero aunque los caminos se alejaban
del yo, su final conducía siempre de nuevo hacia el yo. Aunque
Siddharta huyó mil veces del yo, permanecía en el vacío, en el
animal, en la piedra, no podía evitar el regreso, como era imposible
escapar de la hora en que vuelve uno a encontrarse bajo el brillo del
sol o de la luz de la luna, en la sombra o en la lluvia. Y de nuevo
era el yo y Siddharta, y sentía otra vez la tortura del ciclo
impuesto.
A
su lado vivía Govinda, su sombra; iba por los mismos caminos, se
sometía a los mismos ejercicios. Pocas veces hablaban juntos de otra
cosa que no fuera lo que exigía el servicio y los ejercicios. A
veces los dos paseaban por los pueblos para pedir alimentos para
ellos y sus profesores.
-¿Qué
piensas, Govinda? -inquirió Siddharta en ocasión de una de estas
salidas-. ¿Crees que hemos adelantado? ¿Hemos logrado algún fin?
Govinda
contestó:
-Hemos
aprendido y seguiremos aprendiendo. Tú serás un gran samana,
Siddharta. Has aprendido rápidamente todos los ejercicios, y a
menudo has dejado admirados a los viejos samanas. Algún día serás
un santo, Siddharta.
Y
Siddharta replicó:
-No
soy de la misma opinión, amigo. Lo que hasta el día de hoy he
aprendido de los samanas, Govinda, lo hubiera podido aprender más
rápidamente y con mayor sencillez en otro lugar. Se puede aprender
en cualquier taberna de un barrio de prostitutas, amigo mío, entre
arrieros y jugadores.
Govinda
exclamo:
-Siddharta,
¿quieres burlarte de mí? ¿Cómo hubieras podido aprender el arte
de abstraerte, de contener la respiración, de insensibilizarte
contra el hambre y el dolor allí, entre aquellos miserables?
Y
Siddharta dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo:
-¿Qué
significa el arte de ensimismarse? ¿Qué es el abandono del cuerpo?
¿Qué representa el ayuno? ¿Qué se pretende al detener la
respiración? Se trata sólo de huir del yo. Es un breve escaparse
del dolor de ser yo, una breve narcosis contra el dolor y lo absurdo
de la vida. La misma huida, la misma breve narcosis encuentra el
arriero en el albergue cuando bebe algunas copas de aguardiente de
arroz o de leche de coco fermentada. Entonces ya no siente su yo, ya
no experimenta los dolores de la vida; en aquel momento ha encontrado
una breve narcosis. Dormido sobre su copa de aguardiente de arroz
alcanza lo mismo que Siddharta y Govinda después de largos
ejercicios: escapar de su cuerpo y permanecer en el no-yo. Así
sucede, Govinda.
Govinda
repuso:
-Así
hablas, amigo, y sin embargo sabes que Siddharta no es ningún
arriero y que un samana no es un borracho. Verdad es que el borracho
encuentra su narcosis, alcanza una breve huida y un descanso, pero
regresa de la vana ilusión y se halla igual; no se ha hecho más
sabio, no ha ganado conocimientos.
Siddharta
declaró sonriente:
-No
lo sé, nunca he estado borracho. Pero sí sé que yo, Siddharta, en
mis ejercicios y en el arte de ensimismarme sólo encuentro una breve
narcosis, y me hallo tan alejado de la sabiduría y de la redención
como cuando de niño, en el vientre de mi madre. Govinda, esto puedo
afirmarlo.
Y
en otra ocasión, cuando abandonó el bosque Siddharta con Govinda a
fin de pedir alimentos en el pueblo para sus hermanos y profesores,
empezó a hablar de nuevo.
-Govinda
-dijo-, ¿cómo podemos saber si vamos por el buen camino? ¿Nos
acercamos a la ciencia? ¿Aceleramos nuestra redención? O, ¿acaso
andamos en círculo, nosotros, los que pretendemos evadirnos del
ciclo?
Govinda
alegó:
-Hemos
aprendido mucho, Siddharta, y mucho queda por aprender. No damos
vueltas, vamos hacia arriba; las vueltas son en espiral y ya hemos
subido muchos peldaños.
Siddharta
pregunto:
-¿Cuántos
años crees que tiene el más anciano de los samanas, nuestro
venerable profesor?
Dijo
Govinda:
-Quizá
tenga unos sesenta.
Y
Siddharta:
-Tiene
sesenta años y no ha llegado al nirvana. Tendrá setenta, y ochenta
años, como tú y yo los tendremos, y seguiremos con los ejercicios y
ayunaremos, y meditaremos. Pero nunca llegaremos al nirvana. Ni él,
ni nosotros. Govinda, creo que seguramente ni uno de todos los
samanas llegará al nirvana. Ni uno. Encontramos consuelo, alcanzamos
la narcosis, aprendemos artes para engañarnos. Pero lo esencial, el
camino de los caminos, ése no lo hallaremos.
Insinuó
Govinda:
-Desearía
que no pronunciaras palabras tan horribles, Siddharta. ¿Por qué
ninguno encontrará el camino de los caminos de entre tantos sabios,
tantos brahmanes, tantos rígidos samanas venerables, tantos hombres
que buscan, tantos dedicados a profundizar, tantos hombres sagrados?
Sin
embargo, Siddharta contestó en voz baja, en tono triste e irónico a
la vez:
-Govinda,
tu amigo abandonará pronto la senda de los samanas, por la que tanto
tiempo ha caminado contigo. Sufrí sed, Govinda, y durante este largo
trayecto con los samanas mi sed nada ha disminuido. Siempre me hallé
sediento de ciencia y lleno de preguntas. He interrogado a los
brahmanes año tras año, he indagado entre los sagrados Vedas año
tras año. Quizá, Govinda, si hubiera preguntado al cálao o al
chimpancé me habrían instruido tan bien, tan útilmente, con tanta
inteligencia. Govinda, ¡he necesitado tiempo para aprender, y aún
no he conseguido entender que no se puede aprender nada! Creo que
realmente no existe eso que nosotros llamamos «aprender». Sólo
existe, amigo mío, un saber que está en todas partes, es decir, el
atman. Este se halla en mí y en ti, y en cada ser. Y empiezo a creer
que este saber no tiene peor enemigo que el querer saber, que el
desear aprender.
Entonces
Govinda se detuvo en el camino, levantó las manos y exclamó:
-¡Siddharta,
desearía que no intranquilizaras a tu amigo con semejantes palabras!
Tus teorías despiertan verdadero temor en mi corazón. Y piensa
únicamente: ¿Qué sería de la santidad, de las oraciones, de la
venerable clase de los brahmanes, de la religiosidad de los samanas,
si sucediera como tú dices, si no existiese el aprender? ¿Qué
sería, Siddharta, de todo lo que es sagrado, valioso y venerable en
este mundo?
Y
Govinda murmuró unos versos de un Upanishanda:
Al
que medite con la mente purificada y
se
absorba en el atman,
la
bienaventuranza de su corazón no será
explicable
con palabras.
Pero
Siddharta permanecía callado. Pensaba en las palabras que Govinda le
había dicho, y las meditó en lo más recóndito de su significado.
Sí,
pensó Siddharta con la cabeza inclinada. ¿Qué quedaría de todo lo
que parece sagrado? ¿Qué quedaría? ¿Qué respondería a las
esperanzas? Y sacudió la cabeza. Una vez, cuando los jóvenes hacía
ya aproximadamente tres años que vivían con los samanas y habían
participado en todos sus ejercicios, les llegó de lejos una noticia,
un rumor, una leyenda: había surgido un hombre, llamado Gotama, el
majestuoso, el buda, que en su persona había superado el dolor del
mundo y había parado la rueda de las reencarnaciones. Enseñando,
rodeado de discípulos, recorría el país sin propiedades, sin casa,
sin mujer, tan sólo con el ropaje amarillo del asceta, pero con la
frente alegre, como un bienaventurado, y los brahmanes y los
príncipes se inclinaban ante él y se convertían en sus discípulos.
Esta
leyenda, este rumor, este cuento sonó en el aire, perfumó la
atmósfera aquí y allá. Los brahmanes hablaban de ello en las
ciudades, los samanas en el bosque; siempre se repetía el nombre de
Gotama, el buda, a los oídos de los jóvenes, para bien y para mal,
en alabanzas e improperios.
Como
cuando una nación sufre la peste y se dice que allí o allá hay un
hombre, un sabio, un experto cuya palabra y aliento es suficiente
para curar a todos los enfermos, y esta noticia recorre el país y
todos hablan de ella, unos la creen, otros dudan, pero muchos se
ponen rápidamente en camino para buscar al sabio, al salvador, así
también con aquel rumor perfumado de Gotama, el buda, el sabio de la
tribu de los Sakias. Los creyentes decían que Gotama poseía la
máxima ciencia, se acordaba de sus vidas pasadas, había alcanzado
el nirvana y jamás volvería al ciclo, jamás se hundiría de nuevo
en la turbia corriente de las configuraciones. Se decía de él
muchas cosas maravillosas e increíbles, había hecho milagros, había
superado al demonio, había hablado con los dioses.
Pero
sus enemigos y los incrédulos afirmaban que este Gotama era un vano
seductor, que pasaba sus días, holgadamente, despreciaba los
sacrificios, no era sabio y desconocía los ejercicios y la
mortificación.
La
leyenda del buda era dulce, los informes llevaban el perfume del
encanto. Ciertamente el mundo se hallaba enfermo y la vida era
difícil de soportar. Y no obstante, pongan atención: una fuente
parece sonar como un suave mensaje, lleno de consuelo y de nobles
promesas. En todas partes adonde llegaba la voz del buda, en todas
las regiones de la India, los jóvenes escuchaban con interés,
sentían anhelo, esperanza; cualquier peregrino o forastero recibía
excelente acogida entre los hijos de los brahmanes de las ciudades,
si traía noticias de Gotama, el majestuoso, el Sakiamuni.
La
leyenda también había llegado hasta los samanas del bosque, hasta
Siddharta y Govinda. Lentamente, goteando. Cada gota iba cargada de
esperanza, de duda. Hablaban poco de ese asunto, ya que el más
anciano de los samanas no era amigo de la leyenda. Había oído que
aquel presunto buda había sido antes un asceta y había vivido en el
bosque, pero que después había vuelto a la vida holgada y a los
placeres mundanos, y su opinión sobre este Gotama era negativa.
-Siddharta
-dijo un día Govinda a su amigo-. Hoy he estado en el pueblo, y un
brahmán me invitó a entrar en su casa, y en ella estaba el hijo de
un brahmán de Magada que había visto con sus propios ojos al buda,
y le había oído predicar. Con certeza me dolía el aliento en el
pecho, y pensé: ¡Que yo también, que nosotros dos, Siddharta y yo,
podamos vivir la hora en que escuchemos la doctrina de los labios de
aquel perfecto! Dime, amigo, ¿no deberíamos ir asimismo nosotros
hacia allí para escuchar las enseñanzas de los mismos labios del
buda?
Siddharta
contestó:
-Govinda,
siempre pensé que Govinda se quedaría con los samanas; siempre
había imaginado que su meta era tener sesenta y setenta años, y
seguir con las artes y los ejercicios que ennoblecen a un samana.
Pero mira por dónde no conocía bien a Govinda, sabía muy poco de
su corazón. Así pues, querido amigo, ahora quieres tomar un sendero
y marchar hacia donde el buda predica su doctrina.
Govinda
alegó:
-¡Te
gusta burlarte! ¡Pues búrlate como siempre, Siddharta! ¿Acaso no
se ha despertado también en tu interior un deseo, una afición por
escuchar semejante doctrina? ¿Y no dijiste una vez que ya no
pensabas andar mucho tiempo por el camino de los samanas?
Entonces
Siddharta rió de la ocurrencia. Luego en su voz, apareció una
sombra de tristeza y de ironía, y declaró:
-Bien,
Govinda, has hablado con mucha propiedad, te has acordado con suma
agudeza. Sin embargo, desearía que también recordaras el resto de
lo que oíste de mí; o sea, que desconfío de todo porque estoy
cansado de las doctrinas y de aprender, y que es muy pequeña mi fe
en las palabras que nos llegan de profesores. Pero adelante, querido
amigo, estoy dispuesto a escuchar aquellas enseñanzas, aunque dentro
de mi corazón creo que ya hemos probado el mejor fruto de esa
doctrina.
Govinda
manifestó:
-Tu
decisión alegra mi alma. Pero dime, ¿cómo es posible? ¿Cómo
puede darnos su mejor fruto la doctrina de Gotama, aun antes de
haberla escuchado?
Siddharta
afirmó:
-¡Gocemos
de ese fruto y esperemos la continuación, Govinda! ¡Lo que hemos de
agradecer a Gotama, en primer lugar, es que nos aleje de los samanas!
Si además nos puede dar otra cosa mejor, amigo, esperemos con el
corazón tranquilo.
Ese
mismo día, Siddharta hizo saber al más anciano samana su decisión
de abandonarles. Se lo reveló con la cortesía y modestia que
corresponden a un joven discípulo. No obstante, el samana se
enfureció porque los dos jóvenes le querían abandonar, y empezó a
vociferar y a maldecir.
Govinda
se asustó y desconcertó. Pero Siddharta acercó su boca a la oreja
de Govinda y musitó en voz baja:
-Ahora
le demostraré al viejo que he aprendido algo de sus enseñanzas.
Se
colocó ante el samana y concentró su alma; captó la mirada del
anciano con sus ojos, la paralizó, le hizo callar, le dejó sin
voluntad, le sometió a su razón y le ordenó ejecutar en silencio
lo que le exigía. El anciano enmudeció, sus ojos se quedaron fijos,
su voluntad paralizada, sus brazos relajados e impotentes junto a su
cuerpo: había sido vencido por el hechizo de Siddharta.
Y
los pensamientos de Siddharta se apoderaron del samana y éste tuvo
que hacer lo que los dos le mandaban. Y así, el anciano se inclinó
varias veces, hizo gestos de bendición y pronunció vacilante un
piadoso deseo para el viaje. Y los jóvenes replicaron agradeciendo
las reverencias: devolvieron el deseo, y tras saludar, se marcharon.
Por
el camino comentó Govinda:
-Siddharta,
has aprendido de los samanas más de lo que yo creía. Es difícil,
muy difícil hechizar a un viejo samana. Seguro que si te quedas
allí, pronto habrías aprendido a andar por encima del agua.
-No
deseo andar por encima del agua -confesó Siddharta- ¡Que los viejos
samanas se contenten con semejantes artimañas!
-GOTAMA-
En
la ciudad de Savathi todos los niños conocían el nombre del
majestuoso buda, y cada casa estaba preparada para llenar el plato de
limosnas a los discípulos de Gotama, que pedían en silencio.
Cerca
de la ciudad se encontraba el lugar preferido de Gotama, el bosque
Jetavana, que había sido regalado para Gotama y los suyos por el
rico comerciante Anathapindika, un devoto admirador del majestuoso.
Hacia
aquella región también se habían encaminado, gracias a los relatos
y respuestas que recibieron, los dos jóvenes ascetas en su búsqueda
del Gotama. Y cuando llegaron a Savathi, ya en la primera casa ante
cuya puerta se detuvieron se les ofreció comida, y ellos la
aceptaron. Siddharta preguntó a la mujer que les daba de comer:
-Buena
mujer, nos gustaría mucho que nos dijeras dónde se halla el buda,
el más venerable, pues somos dos samanas del bosque y hemos venido
para ver al perfecto, y escuchar la doctrina de sus labios.
La
mujer contestó:
-Realmente
os habéis detenido aquí, en el lugar preciso, samanas del bosque.
Debéis saber que el majestuoso se encuentra en Jetavana, en el
jardín de Anathapindika. Allí, peregrinos, podréis pasar la noche,
pues hay suficiente espacio, incluso para los incontables que llegan
a escuchar la doctrina de sus labios.
Esto
alegró a Govinda, que lleno de gozo exclamó:
-
¡Bien, pues hemos llegado a nuestra meta, y nuestro camino ha
terminado! Pero dinos tú, madre de los peregrinos, ¿conoces al
buda, le has visto con tus propios ojos?
La
mujer repuso:
-Muchas
veces he visto al majestuoso. Muchos días le he observado cuando
pasa por las callejuelas, en silencio, con su ropaje amarillo, cuando
presenta en silencio su plato de limosnas en la puerta de las casas,
y cuando se lleva el plato lleno.
Govinda
escuchaba encantado y quería preguntar y oír mucho más. Pero
Siddharta acordó seguir el camino. Dieron las gracias y se fueron.
Ni siquiera tuvieron que preguntar por el lugar, pues eran muchos los
peregrinos y monjes de la doctrina de Gotama que hacían el camino
hacia Jetavana. Y cuando de noche arribaron allí, observaron que
había un continuo llegar, exclamar y hablar entre aquellos que
buscaban y recibían albergue. Los dos samanas, acostumbrados a la
vida del bosque, encontraron rápidamente y en silencio un amparo, y
descansaron allí hasta la mañana siguiente.
Al
salir el sol, vieron con asombro el gran número de fieles y curiosos
que habían pernoctado en aquel lugar. Por todas las sendas del
maravilloso bosque caminaban monjes con su vestidura amarilla;
estaban sentados debajo de los árboles, entregados a la
contemplación o dedicados a la conversación intelectual. Los
umbrosos jardines parecían una ciudad llena de personas, que
pululaban como abejas. La mayoría de los monjes salían con el plato
de limosnas, a buscar en la ciudad alimento para la hora de la comida
del mediodía, la única de la jornada. También el mismo buda, el
inspirado, solía pedir limosnas por la mañana.
Siddharta
le vio y le conoció en seguida, como si un dios se lo hubiera
mostrado. Lo contempló: un hombre modesto, con su hábito amarillo,
con el plato de las limosnas en la mano, caminando en silencio.
-¡Mira
allí! -gritó Siddharta en voz baja a Govinda-. Ese es el buda.
Govinda
miró con atención al monje de vestiduras amarillas, que no parecía
diferenciarse en nada de los centenares de otros monjes. No obstante,
reconoció también Govinda: Este es. Y le siguieron y le observaron.
El
buda continuó su camino modestamente, entregado a sus pensamientos;
su rostro sereno no era ni alegre ni triste: parecía sonreír
levemente en su interior. Caminaba el buda con una sonrisa escondida,
sosegada, tranquila, parecida a la de un niño sano; llevaba el
hábito y hacía sus pasos igual que todos los monjes, según unas
reglas exactas. Pero su cara y su manera de andar, su mirada
tranquila y discreta, su mano lacia y colgante, y aun cada dedo de
esa mano hablaban de paz, de perfección; no buscaba, no imitaba;
respiraba suavemente, con una tranquilidad imperturbable, con una luz
imperecedera, con una paz intangible.
Así
caminaba Gotama hacia la ciudad para pedir limosnas y los dos samanas
sólo le conocieron por la perfección de su alma, por el sosiego de
su figura, en la que no había búsqueda, ni voluntad, ni imitación,
ni esfuerzo, sólo luz y paz.
-Hoy
escucharemos la doctrina de sus labios -comentó Govinda.
Siddharta
no contestó.
Sentía
poca curiosidad por esa doctrina, no creyó que llegara a enseñarle
nada nuevo, ya que él, al igual que Govinda, había escuchado una y
otra vez el contenido de esa doctrina del buda, aunque por informes
que habían pasado en general de boca en boca. Pero ahora miró con
atención la cabeza de Gotama, sus hombros, sus pies, su mano
tranquilamente relajada; y a Siddharta le pareció que cualquier
miembro de cualquier dedo de esa mano era doctrina; respiraba y
brillaba todo él verdad. Ese hombre era un santo. Jamás Siddharta
había admirado y amado tanto a un hombre como a aquél.
Los
dos siguieron al buda hasta la ciudad y volvieron en silencio, pues
ellos mismos pensaban renunciar a los alimentos de aquel día.
Contemplaron a Gotama de regreso; lo observaron rodeado de sus
discípulos, tomando el almuerzo; lo que comía ni siquiera bastaba a
un pájaro, y vieron cómo se retiraba luego a la sombra de los
mangos.
Pero
por la noche, cuando se apagó el calor y el campamento se llenó de
vida, escucharon la doctrina del buda. Oyeron su voz, que también
era perfecta, tranquila y llena de sosiego. Gotama enseñó la
doctrina del sufrimiento; habló sobre el origen del dolor y sobre el
camino para reducir ese dolor. Su oración era sencilla y serena. La
vida era dolor, el mundo estaba lleno de sufrimiento, pero se había
hallado la liberación del dolor: tal liberación estaba en manos del
que seguía el camino del buda.
El
majestuoso predicaba con voz suave, pero firme, enseñaba las cuatro
frases principales, mostraba el octavo sendero, repetía con
paciencia y constancia la enseñanza, los ejemplos; su voz flotaba
clara y sosegada sobre los oyentes, como una luz, como un cielo de
estrellas.
Ya
era de noche cuando el buda terminó su oración. Muchos peregrinos
se le acercaron y rogaron que les aceptara en la comunidad, pues
querían refugiarse en la doctrina. Y Gotama los aceptó diciendo:
-Se
os ha enseñado la doctrina y vosotros la habéis escuchado con
atención. Acercaos, pues, y caminad hacia la santidad, para preparar
el fin de todos los dolores.
También
se adelantó Govinda, el tímido, y declaró:
-Yo
también me refugio en el majestuoso y su doctrina.
Y
así Govinda pidió que le aceptaran entre los discípulos, y fue
admitido.
Inmediatamente
después, cuando el buda ya se había retirado para descansar durante
la noche, Govinda se dirigió a Siddharta y manifestó con solicitud:
-Siddharta,
no tengo derecho a reprocharte nada. Los dos hemos escuchado al
majestuoso, los dos nos hemos enterado de su doctrina. Govinda ha
oído la predicación y se ha refugiado en ella. Pero tú, a quien
admiro, ¿acaso no quieres caminar por el sendero de la liberación?
¿Prefieres vacilar? ¿Deseas esperar aún?
Siddharta
despertó como de un sueño, al escuchar semejantes palabras de
Govinda. Durante largo tiempo observó el rostro del amigo. Luego
habló en voz baja, sin ironía.
-Govinda,
mi amigo -le dijo-, ahora has dado el paso, ahora has elegido tu
camino. Siempre, Govinda, has sido mi amigo, siempre has andado un
paso tras de mí. A menudo he pensado: ¿No dará Govinda nunca un
paso solo, sin mí, por su propia iniciativa? Y ahora te has hecho
hombre y eliges tú mismo el camino. ¡Que lo andes hasta el fin,
amigo! ¡Que encuentres la liberación! Govinda, que aún no
comprendía bien la situación, repitió su pregunta con tono
impaciente:
-¡Por
favor, habla! ¡Te lo ruego, amigo! ¡Dime que no me engaño, que tú
también, mi sabio amigo, te refugiarás junto al majestuoso buda!
Siddharta
colocó una mano sobre el hombro de Govinda y repuso:
-¿No
has escuchado mi bendición, Govinda? Te la repito: ¡Que recorras
ese sendero hasta el fin! ¡Que encuentres la liberación!
En
ese momento, Govinda se percató de que su amigo le abandonaba, y
empezó a llorar.
-
¡Siddharta! - exclamó entre sollozos. Siddharta se expresó con
cariño:
-¡No
olvides, Govinda, que ahora perteneces a los samanas del buda! Has
renunciado a tu casa y a tus padres; has negado tu origen y tu
propiedad, has repudiado tu propia voluntad, has rechazado la
amistad. Así lo quiere la doctrina, así opina el majestuoso. Así
has elegido tu mismo. Mañana, Govinda, me marcharé.
Todavía
caminaron durante mucho tiempo los dos amigos por el bosque; se
tendieron por largo tiempo sin encontrar el sueño. Govinda no dejaba
de insistir una y otra vez a su amigo para que le dijera por qué no
se refugiaba en la doctrina de Gotama, qué falta encontraba a esa
doctrina. Pero Siddharta cada vez le rechazaba alegando:
-¡Quédate
contento, Govinda! Muy buena es la doctrina del majestuoso, ¿cómo
podría encontrarle una objeción?
De
madrugada, un seguidor del buda, uno de sus más antiguos monjes,
pasó por el jardín y llamó a todos aquellos que se habían
refugiado en la doctrina, como novicios, para ponerles las vestiduras
amarillas e instruirlos en las primeras enseñanzas y obligaciones de
su clase. Y Govinda se levantó, abrazó una vez más al amigo de su
juventud y siguió a los restantes novicios.
Siddharta,
sin embargo, se quedó meditando en el bosque.
Entonces
se cruzó en su camino Gotama, el majestuoso; le saludó con profundo
respeto y al ver la mirada del buda tan llena de paz y bondad, el
joven tuvo valor para solicitar al venerable que le permitiera
hablarle. En silencio, el majestuoso le concedió el permiso.
Siddharta
balbuceó:
-Ayer,
majestuoso, tuve el honor de escuchar tu singular doctrina. Vine
desde muy lejos con mi amigo para escucharte. Y ahora mi amigo se
quedará con los tuyos, se ha refugiado en ti. Yo, sin embargo,
empiezo de nuevo mi peregrinación.
-Como
tú prefieras -dijo el venerable, con cortesía.
-Quizá
mis palabras resulten demasiado atrevidas -continuó Siddharta-, pero
no quisiera abandonar al majestuoso sin haberle comunicado mis
pensamientos con sinceridad. ¿Quiere aún prestarme el venerable un
momento de atención?
En
silencio el buda se lo concedió.
Siddharta
explicó:
-Venerable,
he admirado sobre todo una cosa en tu doctrina. Todo en ella está
perfectamente claro y comprobado; muestras el mundo como una cadena
perfecta que nunca se interrumpe, como una eterna cadena hecha de
causas y efectos. Jamás se había visto eso con tanta claridad,
nunca había sido demostrado tan indiscutiblemente; en verdad, el
corazón del brahmán palpita con más fuerza cuando ve el mundo a
través de tu doctrina, como perfecta relación, ininterrumpida,
lúcida como un cristal, independiente de la casualidad, libre de los
dioses. Queda en tela de juicio si el mundo es bueno o malo, si la
vida en él es sufrimiento o alegría; quizá sea porque ello no es
esencial. Pero la unidad del mundo, la relación entre todo lo que
sucede, el enlace de todo lo grande y lo pequeño por la misma
corriente, por la misma ley de las causas del nacer y morir, todo eso
brilla con luz propia en tu majestuosa doctrina. No obstante, según
tu propia teoría, esa unidad y consecuencia lógica de todas las
cosas, a pesar de todo se encuentra cortada en un punto, en un
pequeño vacío donde entra en este mundo de la unidad algo extraño,
algo nuevo, algo que antes no existía, y que no puede ser enseñado
ni demostrado: ésa es tu doctrina de la superación del mundo, de la
redención. Pero con este pequeño vacío, con esa pequeña fisura,
la eterna ley uniforme del mundo queda destruida y anulada otra vez.
Perdóname, si pongo tal objeción.
Gotama
le había escuchado con tranquilidad, sin moverse. Con voz bondadosa,
cortés y clara le contestó ahora:
-Tú
has escuchado la doctrina, hijo de brahmán ¡Dichoso de ti por haber
pensado en ella! Tú has encontrado un vacío, una falta. Sigue
pensando en la doctrina. Pero deja que te avise, tú que tienes tanto
afán por saber acerca de la dificultad de las opiniones y la
desavenencia de las palabras. No importan las opiniones, sean buenas
o malas, inteligentes o insensatas; cualquiera puede defenderlas o
rechazarlas. Pero la doctrina que has oído de mis labios no es mi
opinión, ni su objetivo es explicar el mundo para los que tienen
afán de saber. Su fin es otro: es la redención de los sufrimientos.
Eso es lo que enseña Gotama, nada más.
-No
me guardes rencor, majestuoso -exclamó el joven-. No te he hablado
así para buscar un desacuerdo o la desavenencia con palabras. Desde
luego, tienes razón, y poco importan las opiniones. Pero déjame
decir una cosa más: ni un momento he dudado de ti. Ni un momento he
dudado de que tú fueras el buda, de que hubieras llegado a la meta,
al máximo, hacia el que tantos brahmanes e hijos de brahmanes se
hallan en camino. Has encontrado la redención de la muerte. La has
hallado con tu misma búsqueda, con tu propio camino, a través de
pensamientos, ensimismaciones, ciencia, reflexión, inspiración.
¡Pero no la has encontrado a través de una doctrina! Yo pienso,
majestuoso, ¡que nadie encuentra la redención a través de la
doctrina! ¡A nadie, venerable, le podrás comunicar con palabras y a
través de la doctrina lo que te ha sucedido a ti en el momento de tu
inspiración! Mucho es lo que contiene la doctrina del inspirado
buda, a muchos les enseña a vivir honradamente, a evitar lo malo.
Pero esta doctrina tan clara y tan venerable no contiene un elemento:
el secreto de lo que el majestuoso mismo ha vivido, él solo, entre
centenares de miles de personas. Esto es lo que he pensado y
comprendido cuando escuchaba tu doctrina. Y por ello, continúo mi
peregrinación. No para buscar otra doctrina mejor, pues sé que no
la hay, sino para dejar todas las doctrinas y a todos los profesores,
y para llegar solo a mi meta, o morirme. Sin embargo, a menudo me
acordaré de este día, majestuoso, y de esta hora en que mis ojos
vieron a un santo.
Los
ojos del buda miraron sosegadamente hacia el suelo; en su rostro
impenetrable resplandecía la tranquilidad del alma.
-¡Que
tus creencias no sean erróneas! -invocó el venerable lentamente-.
¡Que alcances tu fin! Pero antes dime: ¿Has visto el conjunto de
mis samanas, de mis muchos hermanos, que se han refugiado en la
doctrina? ¿Y crees tú, samana forastero, que para todos ellos sería
mejor abandonar la doctrina y volver a la vida del mundo y de los
placeres?
-Tal
pensamiento se encuentra muy distante de mí -alegó Siddharta-. ¡Que
todos ellos se queden con la doctrina, que alcancen su meta! ¡No
tengo derecho a juzgar la vida de otro! Tan sólo para mí,
únicamente para mí he de juzgar, elegir, rechazar. Nosotros, los
samanas, buscamos la redención del yo, majestuoso. Si ahora fuera
uno de tus discípulos, venerable, temo que me ocurriera que sólo
aparentemente mi yo consiguiera la tranquilidad y la redención; pero
me engañaría, pues viviría con la verdad y me haría más
importante, ya que entonces escondería dentro de mi yo la doctrina,
la imitación, mi amor hacia ti y hacia la comunidad de los monjes.
Con
media sonrisa y con una amabilidad clara e inalterable, Gotama fijó
sus ojos en la mirada del forastero y le despidió con un gesto
apenas perceptible.
-Eres
inteligente, samana -declaró el venerable-; sabes hablar muy bien,
amigo. ¡Guárdate de una inteligencia demasiado grande!
El
buda continuó su camino. Su mirada y su media sonrisa se grabaron
para siempre en la memoria de Siddharta.
«Así
todavía no he visto mirar ni sonreír, sentarse o caminar a ninguna
persona -pensó Siddharta-; de verdad, que también me gustaría
poder mirar y sonreír, sentarme y caminar tan libremente, con tanta
veneración, tan escondido, abierto, infantil y misterioso a la vez.
Es verdad que sólo mira y camina así una persona que ha penetrado
en lo más interior de su propio ser. Bien, también yo intentaré
penetrar en lo más recóndito de mí mismo.
«He
visto a una persona -meditó Siddharta-, a una sola, ante la cual he
tenido que bajar la mirada. Ante nadie más quiero bajar mis ojos,
ante nadie más. Ninguna doctrina me tentará, ya que la doctrina de
este hombre no me ha tentado.
«El
buda me ha robado -reflexionó Siddharta-. Me ha robado, pero más
aún me ha regalado. Me ha robado un amigo que creía en mí y que
ahora cree en él, que era mi sombra y que ahora es la sombra de
Gotama. Pero me ha regalado a Siddharta, a mí mismo.»
-DESPERTAR-
Cuando
Siddharta abandonó el bosque, dejó al buda, el perfecto, y también
a Govinda; sintió que en ese bosque se quedaba asimismo su vida
actual, que se separaba de él. Caminando despacio, pensó en este
sentimiento que le llenaba por completo. Razonó hondamente, se dejó
deslizar como a través de unas aguas profundas, dejose caer hasta el
fondo de ese sentimiento, hasta allí donde se encuentran las causas.
Creía que comprender las causas era precisamente pensar, y que sólo
a través de la razón, los sentimientos pueden convertirse en
comprensión, es decir, que no se pierden, sino que se transforman en
sustancias y empiezan a derramar su contenido.
Mientras
caminaba lentamente, Siddharta meditó. Se dio cuenta de que ya no
era un joven, sino que se había convertido en hombre. Sentía que
algo le había abandonado, como la vieja piel desampara a la
serpiente; comprendió que algo ya no existía en él, algo que
siempre le había acompañado y que había sido parte interesante de
su ser durante toda su juventud: el deseo de tener profesores y de
recibir enseñanzas. Incluso había abandonado al buda, el último
profesor que se cruzara en su camino; también él, el más grande y
más sabio de los profesores, el más sagrado se vio obligado a
separarse de él, no había podido aceptar su doctrina.
Pensativo,
Siddharta retrasó todavía más su paso, mientras se preguntaba a sí
mismo:
«¿Qué
has querido aprender de las doctrinas y de los profesores? ¿Qué es
lo que ellos no han podido enseñarte, a pesar de lo mucho que te han
ilustrado?»
Y
se contestó:
«Era
el yo, cuyo sentido y carácter quería aprender. Era el yo, del cual
me quería librar, al que quería superar. Pero no lo conseguí, tan
sólo podía engañarlo, únicamente podía huir de él, esconderme.
¡Ciertamente, ninguna cosa del mundo me ha obsesionado tanto como
este mi yo, este enigma de vivir: que soy un individuo separado y
aislado de todos los demás, que soy Siddharta! ¡Y de ninguna otra
cosa del mundo sé tan poco como de mí, de Siddharta!»
El
pensador, que caminaba lentamente, se detuvo dominado por esta idea;
y de pronto, saltó de este pensamiento a otro, uno nuevo que decía:
«Únicamente
hay una causa, una sola causa que explique por qué yo no sé nada de
mí, que Siddharta me sea tan extraño y desconocido: ¡Yo tenía
miedo de mí mismo, huía de mí mismo! Buscaba el atman a Brahma;
estaba dispuesto a despedazar y a descamar mi yo para encontrar en su
interior el núcleo de todo, el atman, la vida, lo divino, lo último.
Pero me he perdido a mí mismo.»
Siddharta
abrió los ojos y miró a su alrededor; una sonrisa iluminó su
rostro y recorrió todo su cuerpo, hasta la yema de los dedos: era el
profundo sentimiento del despertar, después de largos sueños. De
repente se encontró andando otra vez, con paso rápido, como el de
un hombre que sabe lo que tiene que hacer.
«¡Oh!
-pensó respirando profundamente-. ¡Ahora ya no permitiré que se
escape Siddharta! Ya no quiero empezar mis reflexiones y mi vida con
el atman y con la pena del mundo. Ya no deseo matarme ni despedazarme
para hallar un misterio detrás de las ruinas. Ya no me enseñará el
yoga-veda, ni el atharva-veda, ni los ascetas, ni cualquier otra
doctrina. Quiero aprender de mí mismo, deseo ser mi discípulo,
conocerme, adentrarme en el misterio de Siddharta.»
Miraba
a su alrededor, como si viese al mundo por primera vez. ¡Era hermoso
el mundo, y de variados colores! El mundo se le presentaba curioso y
enigmático. Aquí azul, allí amarillo, allá verde, el cielo y el
río corrían, el bosque y el monte mezclaban su belleza, misteriosa
y mágica, y allí, en medio, Siddharta, que se despertaba, que se
ponía en camino hacia sí mismo. A través del ojo de Siddharta
entró por primera vez todo eso, el amarillo y el azul, el río y el
bosque, ya no era la magia de Mara, ni el velo de Maja; ya no era la
multiplicidad inútil y casual del mundo visible y despreciable para
el brahmán profundo, que desprecia lo múltiple y busca la unidad.
Azul, era azul, río era río, aunque dentro del azul y del río y de
Siddharta vivía escondido lo único y lo divino; precisamente, pues,
el carácter y la esencia de lo divino era el ser aquí amarillo,
allí azul, allá cielo, acullá bosque y aquí Siddharta. El sentido
y el carácter no estaban detrás de las cosas, estaban dentro de
ellos, dentro de todo.
«¡Qué
sordo y torpe he sido! -meditó a paso ligero-. Si alguien lee un
escrito para buscarle un sentido, no desprecia los signos y las
letras, ni los llama engaño, casualidad o cáscara inútil; al
contrario, los lee, los estudia, los ama letra por letra. Sin
embargo, yo quería leer el libro del mundo y el de mi propio
carácter; sin embargo, he despreciado los signos y las letras en
favor de un sentido imaginado ya de antemano; llamaba al mundo
visible un engaño, consideraba mi ojo y mi lengua como apariencias
casuales y sin valor. No, esto ha pasado ya: ahora me he despertado,
realmente he conseguido desvelarme; y hoy, por fin, he nacido.»
Mientras
Siddharta reflexionaba así, de nuevo se detuvo, ahora de repente,
como si se le hubiera cruzado una serpiente en el camino.
Y
es que de improviso había comprendido también lo siguiente: él,
realmente, era como una persona que se despierta o como un recién
nacido, tenía que comenzar de nuevo su vida desde un principio.
Aquella misma mañana, al abandonar el bosque de Jatavana, el de
aquel majestuoso, y empezar a despertarse, a caminar hacia sí mismo,
le había parecido natural su intención de regresar a su tierra y a
su casa paterna, después de los años de ascetismo. Pero ahora, en
este momento, cuando se detuvo como si se le hubiera cruzado una
serpiente en el camino, también se despertaron sus sospechas.
«Ya
no soy el que fui -se dijo-; ya no soy asceta, ni sacerdote, ni
brahmán. ¿Qué haría en casa de mi padre? ¿Estudiar? ¿Sacrificar?
¿Ejercer el arte de reflexionar? Todo ello ya es pasado, ya no se
halla en mi camino.»
Siddharta
estaba inmóvil y, por un momento, su corazón sintió frío; cuando
se dio cuenta de lo solo que se hallaba, sintió en su pecho un
escalofrío, como si se tratara de un animal pequeño, un pájaro o
una liebre. Durante años no había tenido casa, y no la había
necesitado. Ahora si. Siempre, incluso en la máxima entrega, había
sido el hijo de su padre, había sido brahmán, de elevada casta, un
sacerdote. Ahora, únicamente era Siddharta, el que se había
despertado: nada más. Respiró profundamente y, por un momento, al
sentir frío, se estremeció. Nadie estaba tan solo como él. No
existía el noble que no perteneciese a la nobleza, ni el artesano
que no formara parte del gremio de los artesanos y que no encontrara
refugio entre ellos, que no participase en su vida y hablase su
idioma. Todos los brahmanes se hallaban entre los brahmanes y vivían
con ellos; el asceta, que no encuentra refugio en la clase de los
samanas, e incluso el ermitaño perdido en el bosque, no era un
solitario: también a éste le rodeaba su pertenencia, también
compartía con una casta, que era el suelo patrio. Govinda se había
convertido en monje, y mil monjes eran sus hermanos, llevaban su
mismo vestido, tenían su misma fe, hablaban su idioma. ¿Pero él,
Siddharta, a qué pertenecía? ¿La vida de quién compartiría? ¿Qué
idioma hablaría?
A
partir de este momento surgió un Siddharta con un yo más profundo,
más concentrado; y fue precisamente en el instante en que el mundo
de su alrededor se fundía, cuando se encontró solo como una
estrella en el firmamento, al experimentar frío y desaliento.
Siddharta percibía; había sido el último estremecimiento del
despertar, la última contracción del parto. Y de pronto, volvió a
caminar, echó a andar rápidamente, con impaciencia; ya no se
dirigía a su casa, ni iba hacia su padre, ni marchaba hacia atrás.
SEGUNDA
PARTE
-KAMALA-
-KAMALA-
A
cada paso del camino aprendía Siddharta cosas nuevas, pues el mundo
se encontraba cambiado, y su corazón se solazaba. Veía salir el sol
por encima de los montes verdes y lo veía ponerse sobre la lejana
playa de palmeras. Por la noche contemplaba las estrellas, ordenadas
en el cielo, y la luna creciente flotando en el azul, como una barca.
Observaba los árboles, los astros, los animales, las nubes, las
lejanas y altas montañas, azules y suaves; los pájaros y las abejas
que zumbaban, el viento que soplaba sobre los campos de arroz. Todo
ello siempre había existido de mil maneras diferentes y en multitud
de colores, siempre había brillado el sol y la luna; siempre los
ríos habían murmurado y las abejas habían zumbado.
Sin
embargo, en otros tiempos, todo ello no fue más que un velo pasajero
y engañoso para el ojo de Siddharta, que observaba con desconfianza;
como penetraba en todo con el pensamiento, y no queriendo destruir lo
que no era sustancia, resultó que la sustancia se le colocó más
allá de lo visible. Pero ahora, su ojo libre veía más cerca,
observaba y comprendía lo que se hallaba ante su vista; buscaba su
patria en este mundo, y no en la sustancia; su fin ya no estaba en el
más allá. El mundo era bello, si se lo contemplaba con la sencillez
de un niño. Hermosas eran la luna y las estrellas, el riachuelo y la
orilla, el bosque y la roca, la oveja y el cárabo dorado, la flor y
la mariposa. Bello y gozoso era el caminar por este mundo, de manera
tan infantil, tan despierta, tan abierta a lo cercano, tan confiada.
El
calor del sol sobre la cabeza era diferente, igual que el frescor de
la sombra del bosque, el sabor del riachuelo y de la cisterna, de la
calabaza y del plátano. Los días eran cortos, y también las
noches; cada hora huía con rapidez, como una vela sobre el mar, la
de un barco repleto de riquezas, de alegrías. Siddharta veía una
familia de monos saltando por las copas de los árboles y escuchaba
un canto ávido y salvaje. Siddharta miraba cómo un carnero
perseguía a una oveja y cómo luego se juntaron. En el lago cubierto
de cañas observó al lucio hambriento cazando de noche; delante de
él saltaban en el agua los peces jóvenes, llenos de miedo, y los
remolinos que originaba el impetuoso cazador llevaban el hálito
imperioso de la fuerza y la pasión.
Todo
eso siempre había existido, y él no se había percatado, no había
participado del mundo. Ahora sí. Por su ojo pasaba la luz y la
sombra, por su corazón circulaban las estrellas y la luna. Por el
camino, Siddharta también recordó todo lo que había vivido en el
jardín de Jetavana, la doctrina que había escuchado allí, de
labios del divino buda, la despedida de Govinda, la conversación con
el majestuoso. Acordose de nuevo de las propias palabras que había
dirigido al majestuoso, de cada frase, comprendió con asombro que
había dicho cosas que hasta entonces realmente no sabía. Lo que
dijera a Gotama: que el tesoro y el secreto del buda no eran la
doctrina, sino lo inexplicable, lo que no podía enseñarse, lo que
él había vivido en la hora de su inspiración, esto era
precisamente lo que él pensaba vivir ahora, lo que en aquel momento
comenzaba a vivir. Ahora tenía que existir consigo mismo. Incluso
antes supo que su propio yo era atman, hecho de la misma sustancia
eterna del Brahma. Pero nunca había encontrado ese yo, realmente,
porque quería pescarlo con la red del pensamiento.
No
obstante, lo más seguro es que el cuerpo no fuera el yo, ni en el
juego del sentido tampoco lo era el pensar, ni la inteligencia ni la
sabiduría aprendida, ni la enseñanza en el arte de sacar
conclusiones y de construir nuevos pensamientos por entre las teorías
ya enunciadas. No, también el mundo de los pensamientos se
encontraba aún de este lado, y no conducía a ningún fin; se mataba
al fugaz yo de los sentidos, y, sin embargo, se alimentaba al fugaz
yo de las reflexiones y la sabiduría.
Ambos,
los pensamientos como los sentidos, eran cosas hermosas; detrás de
ambas se escondía el último sentido; debía escucharse a los dos,
se tenía que jugar con ambos, no se debía menospreciar ni atribuir
demasiado valor a ninguno de ellos; era necesario escuchar las voces
interiores y secretas de ambos.
Tan
sólo deseo que la voz no me mande detenerme en otra parte que no sea
la que desee la voz, pensaba. ¿Por qué Gotama en la hora de las
horas se había sentado bajo aquel árbol donde tuvo la inspiración?
Había oído una voz, un grito en su propio corazón que le ordenaba
descansar debajo de aquel árbol; y Gotama no había preferido la
mortificación, ni el sacrificio, ni el baño, ni la oración, ni la
comida ni la bebida, ni el sueño, sino que había obedecido a la
voz. Obedecer así, no era doblegarse a una orden exterior, sino sólo
a la voz interior; estar tan dispuesto era lo mejor, lo necesario, lo
más conveniente.
Durante
la noche, cuando dormía en la choza de paja de un barquero, junto al
río, Siddharta tuvo un sueño: Govinda estaba delante de él con su
vestidura amarilla de asceta. Govinda tenía un aspecto triste y con
melancolía le preguntaba: «¿Por qué me has abandonado?» Entonces
Siddharta abrazó a Govinda, lo tomó entre sus brazos, lo estrechó
contra su pecho y lo besó... ya no era Govinda, sino una mujer, y
del vestido le salía un seno turgente. Tendiase Siddharta, y bebía.
La leche de ese pecho sabía dulce y fuerte. Su sabor era de mujer y
de hombre, de sol y de bosque, de flor y de animal, de todas las
frutas y todos los placeres; embriagaba y hacía perder el sentido.
Cuando
Siddharta despertó, el río pálido brillaba a través de la puerta
de la choza, y en el bosque se oía grave y sonoro el grito sombrío
de un búho.
Al
amanecer, Siddharta rogó a su anfitrión, el barquero, que le
llevara al otro lado del río. El barquero le trasladó en su balsa
de bambú. El agua ancha resplandecía con el color cobrizo del
crepúsculo matutino.
-Este
es, en verdad, un hermoso río -dijo a su acompañante.
-Sí
-respondió el barquero-; es un río espléndido. Es lo que más
quiero. A menudo le he escuchado, me he mirado en sus ojos, y siempre
he aprendido algo nuevo de él. Se puede aprender mucho de un río.
-Te
doy las gracias, mi bienhechor -exclamó Siddharta, cuando saltó a
la otra orilla-. No tengo ningún regalo para darte, amigo, ni puedo
pagarte. Soy un vagabundo, un hijo de un brahmán y un samana.
-Ya
me di cuenta de ello -contestó el barquero-. Y no esperaba de ti
sueldo ni regalo. Me harás el obsequio en otra ocasión.
-¿Así
lo crees? -preguntó alegre Siddharta.
-Desde
luego. También eso lo he aprendido del río: ¡todo vuelve! Tú
también volverás, samana. Ahora, ¡adiós! Que tu amistad sea mi
paga. ¡Que pienses en mí, cuando sacrifiques ante los dioses!
Sonrientes
se despidieron. Siddharta sintiose contento por la amistad y la
amabilidad del barquero.
«Es
como Govinda -pensó Siddharta, jocoso-: todos los que encuentro en
mi camino son como Govinda. Todos son agradecidos, a pesar de que
ellos mismos podrían pedir agradecimiento. Todos son sumisos, a
todos les gusta ser amigos, les agrada obedecer, pensar poco. Los
hombres son como niños.»
Al
mediodía pasó por un pueblo. Delante de las cabañas de barro, los
pequeños se revolcaban en la calle, jugaban con pipas de calabazas y
con caracolas, se gritaban y se peleaban, pero todos huían tímidos
ante el samana forastero. Al final del pueblo, en el camino por el
que cruzaba un riachuelo, una joven estaba arrodillada, lavando
vestidos a la orilla del torrente. Cuando Siddharta la saludó, la
muchacha alzó la cabeza y le miró con una sonrisa que hizo brillar
la blancura de sus dientes.
Siddharta
pronunció la bendición de los peregrinos y preguntó cuánto
faltaba para llegar a la gran ciudad. Entonces la joven levantose y
se le acercó; el brillo de su boca húmeda resplandecía en el
rostro juvenil. Echó a andar junto a Siddharta y entre bromas le
preguntó si ya había comido, y si era verdad que los samanas
dormían solos por la noche en el bosque, y que no podían tener una
mujer. En esto, la muchacha colocó su pie izquierdo sobre el derecho
de Siddharta, e hizo un ademán, el que hace la mujer cuando invita
al hombre al placer sensual que los libros llaman «la subida al
árbol».
Siddharta
sintió cómo se le caldeaba la sangre, y en aquel instante recordó
su sueño. Inclinose un poco hacia la mujer y besó con los labios el
botón oscuro de su pecho. Luego levantó la mirada y vio que la
joven le sonreía con vivo anhelo, y que con los ojos le suplicaba.
También
Siddharta sintió el deseo y notó cómo en su interior brotaba la
fuente del sexo: nunca había tocado a una mujer. Vaciló un momento,
a pesar de que sus manos ya estaban dispuestas a tomarla. Y en aquel
mismo instante, escuchó estremecido la voz de su interior; y la voz
dijo no.
Entonces
desapareció el encanto del rostro de la joven; Siddharta tan sólo
veía la húmeda mirada de una hembra animal en celo. Afectuosamente
pasó la mano por su mejilla y se separó de la muchacha. Con pasos
ligeros desapareció por el bosque de bambú, dejando atrás a la
joven desengañada.
El
mismo día, antes de hacerse de noche, llegó a una gran ciudad y se
alegró, pues tenía ganas de hallarse entre personas. Había vivido
mucho tiempo en el bosque, y la choza de paja del barquero, donde
durmiera la noche pasada, había sido su primer lecho después de
mucho tiempo. Delante de la ciudad, junto a un hermoso bosque rodeado
por una valía, el caminante se encontró con un grupo de criados y
siervos cargados de cestos. En medio del grupo iba el ama, una mujer
reclinada en una litera adornada y que llevaban cuatro esclavos; iba
encima de rojos almohadones, y bajo una sombrilla de colores.
Siddharta se detuvo a la entrada del bosque y observó el
espectáculo: vio a los criados, las siervas, los cestos, la litera;
observó a la dama dentro de su silla de mano. Debajo de sus cabellos
negros, recogidos en un alto peinado, pudo ver un rostro muy blanco,
muy delicado, muy inteligente; y una boca de un rojo pálido, como un
higo recién abierto; también vio unas cejas cuidadas y pintadas en
forma de alto arco, unos ojos inteligentes y despiertos; un cuello
esbelto que salía de un vestido verde y oro; unas manos largas y
delgadas, con anchos aros de oro en las muñecas.
Siddharta
se dio cuenta de lo hermosa que era aquella dama, y su corazón
sonrió. Cuando se acercó la litera, inclinose y, seguidamente, al
enderezarse, vio el rostro bello y sereno; por un momento leyó en
sus ojos inteligentes, bajo las altas cejas, y aspiró un perfume que
desconocía. La hermosa dama sonrió un instante y luego desapareció
en el parque, y con ella los criados. Siddharta entró en la ciudad
bajo un signo mágico. Tuvo deseos de entrar inmediatamente en el
parque, pero reflexionó y recordó cómo le habían observado los
criados y criadas; con qué desprecio, desconfianza, repulsión.
Pensó
que era un samana, un asceta, un mendigo. «No puedo seguir así, no
-se dijo-. Me sería imposible entrar en el parque.» Y se echó a
reír.
A
la primera persona que se cruzó en su camino le preguntó por el
parque y por el nombre de aquella mujer; así se enteró de que aquél
era el parque de Kamala, la famosa cortesana, y que, además del
parque, ella poseía una casa en la ciudad.
Seguidamente
entró en la población. Ahora tenía un objetivo.
Siguiendo
su meta se dejó absorber por la ciudad; siguió por las callejuelas,
se detuvo en las plazas, descansó en las escaleras de piedra, a la
orilla del río. Por la noche hizo amistad con un barbero al que
había visto trabajar a la sombra, en una bodega, y que volvió a
encontrar rezando en un templo de Vishnú; le narró entonces la
historia de Vishnú y de los Laksmios. Durante la noche durmió junto
a las barcas del río, y por la mañana, de madrugada, antes de que
llegaran los primeros clientes a su tienda, el barbero le cortó el
cabello, le afeitó la barba, le peinó y le dio fricciones con
aceites perfumados. Luego Siddharta se fue a bañar al río.
Cuando
por la tarde la bella Kamala se acercó al parque, en su litera, a la
entrada se encontraba Siddharta, el cual hizo una reverencia y
recibió el saludo de la cortesana. Siddharta hizo una señal al
último criado del séquito y le rogó que comunicara a su ama que un
joven brahmán deseaba hablar con ella. Después de un tiempo regresó
el criado y le rogó que le siguiera. En silencio le condujo a un
pabellón donde Kamala descansaba sobre un diván, y le dejó a solas
con ella.
-¿No
estabas ya ayer ahí fuera, y me saludaste? -preguntó Kamala.
-Sí,
te vi ayer y te saludé.
-¿Pero
ayer no llevabas barba, y el cabello largo y lleno de polvo?
-Observaste
bien, no perdiste ningún detalle. Viste a Siddharta, al hijo del
brahmán, que abandonó su casa para convertirse en samana, y que
durante tres años ha sido un samana. Pero ahora he abandonado aquel
camino y he venido a esta ciudad. La primera persona que se cruzó en
mi senda, aun antes de entrar en la población, fuiste tú. ¡He
venido a decirte todo esto, Kamala! Eres la primera mujer a la que
Siddharta habla sin bajar la vista. Nunca jamás quiero bajar mi
vista cuando me encuentre con una mujer hermosa.
Kamala
sonreía y jugaba con su abanico de plumas de pavo real. Le preguntó:
-¿Y
para decirme eso has venido hasta mí, Siddharta?
-Para
decirte eso, y para darte las gracias por ser tan bella. Y si no te
disgustara, Kamala, te rogaría que fueras mi amiga y maestra, pues
todavía no sé nada del arte que tú dominas.
Entonces
Kamala se echó a reír.
-¡Jamás
me había ocurrido, amigo, que un samana del bosque viniera a
aprender de mí! ¡Jamás me había sucedido que un samana de
cabellos largos, vestido con un taparrabos viejo y raído se me
acercara! Muchos jóvenes vienen a verme, y entre ellos también los
hay que son hijos de brahmanes; pero vienen con atavíos elegantes,
con finos zapatos, cabellos perfumados y dinero en el bolsillo. Así
son, samana, los jóvenes que me visitan.
Siddharta
contesto:
-Ya
empiezo a aprender de ti. También ayer me enseñaste algo. Ya me he
afeitado la barba, me he peinado, y llevo aceite en el cabello. Es
poco lo que me falta: vestidos elegantes, finos zapatos, dinero en el
bolsillo. Quiero que sepas que Siddharta se ha propuesto cosas más
difíciles que esas pequeñeces, y lo ha logrado. ¿Por qué no voy a
conseguir lo que me propuse ayer, ser tu amigo y aprender de ti los
placeres del amor? Me verás dócil, Kamala; he aprendido cosas más
difíciles que lo que tú me puedas enseñar. Y ahora, dime: ¿No te
basta con Siddharta tal como está, con aceite en el cabello, pero
sin vestidos, ni zapatos, ni dinero?
Kamala
exclamó riendo:
-No,
querido, no me basta. Tienes que ir vestido con ropas elegantes, y
debes llevar finos zapatos y mucho dinero encima, y traer también
regalos para Kamala. ¿Vas aprendiendo? ¿Te fijas, samana del
bosque?
-Naturalmente,
me fijo -repuso Siddharta-. ¿Cómo podría desatender las palabras
de esa boca? Tus labios son como un higo recién abierto, Kamala.
También mi boca es roja y fresca y hará juego con la tuya, lo
verás. Pero dime, bella Kamala, ¿no temes ni siquiera un poco al
samana del bosque, que ha venido a aprender el amor?
-¿Cómo
podría tener miedo de un samana? ¿De un necio samana del bosque,
que habita con los chacales y que todavía desconoce lo que es una
mujer?
-¡Ah!
Pero el samana es fuerte y no se arredra ante nada. Podría forzarte,
bella muchacha. Robarte, hacerte daño.
-No,
samana, no temo nada de eso. ¿Alguna vez un samana o un brahmán ha
temido que alguien le pudiera robar su sabiduría, su devoción o su
profundidad de pensamiento? No, pues es suyo, y sólo da lo que
quiere dar y a quien quiere. Lo mismo, exactamente, pasa con Kamala y
las alegrías del amor. La boca de Kamala es bonita y encarnada, pero
intenta besarla contra la voluntad de Kamala, y no disfrutarás ni
una sola gota de la dulzura que sabe dar. Tú tienes facilidad para
aprender, Siddharta, pues aprende también esto: el amor se puede
suplicar, comprar, recibir como obsequio, encontrar en la calle,
¡pero no se puede robar! El camino que te has imaginado es erróneo.
Sería una lástima que un joven tan agraciado como tú, empezara tan
mal.
Siddharta
se inclinó sonriendo y contestó:
-¡Sería
una lástima! ¡Ti enes razón! Sería una verdadera lástima. ¡No,
de tu boca no se debe perder ni una sola gota de dulzura, ni tú de
la mía! Quedamos, pues, así, en que Siddharta volverá cuando tenga
lo que le falta: vestidos, zapatos, dinero. Pero antes, bella Kamala,
¿no podrías darme un pequeño consejo, todavía?
-¿Un
consejo? ¿Por qué no? ¿Quién se negaría a dar un consejo a un
pobre e ignorante samana que viene de los chacales del bosque?
-Dime,
pues, querida Kamala: ¿Dónde debo ir para encontrar rápidamente
esas cosas?
-Amigo,
eso es lo que muchos quisieran saber. Debes hacer lo que has
aprendido, y exigir por ello dinero, vestidos y zapatos. De otra
forma, un pobre no logra tener dinero. ¿Qué sabes hacer?
-Sé
pensar. Esperar. Ayunar.
-¿Nada
más?
-Nada
más... Pues sí, también sé hacer poesías. ¿Quieres darme un
beso por una poesía?
-Si
me gusta la poesía, sí. ¿Cómo se llama?
Siddharta,
después de pensar un instante, empezó a recitar estos versos:
En
un umbrío parque entró la bella Kamala,
a
la entrada de la fronda hallábase el moreno samana.
Al
ver la flor de loto se inclinó profundamente,
y,
sonriendo, se lo agradeció Kamala.
A
ella prefiero, en vez de sacrificar ante
los
dioses, pensó el joven.
Sí,
prefiero ofrecer los sacrificios a la bella Kamala.
Kamala
aplaudió tan fuerte que sus pulseras de oro resonaron argentinas.
-Me
gustan tus versos, moreno samana. Y, en verdad, no pierdo nada, si te
doy un beso.
Con
los ojos le atrajo; Siddharta inclinó el rostro sobre el de Kamala y
depositó su boca sobre la del higo recién abierto. El beso de
Kamala fue largo; con profundo asombro, Siddharta se dio cuenta de
que le enseñaba, pues era sabia; le dominaba, le rechazaba, le
atraía, y tras el primer beso le esperaba una larga sucesión de
besos bien ordenados, bien probados, cada uno distinto del siguiente.
Respiró profundamente y en ese momento sintiose sorprendido como un
niño, ante la abundancia de cosas nuevas y dignas de aprender que se
descubrían ante sus ojos.
-Tus
versos son muy bellos -exclamó Kamala-; si yo fuera rica te los
pagaría a precio de oro. Pero te será difícil ganar con versos
tanto dinero como el que tú necesitas. Pues necesitarás mucho, si
quieres ser amigo de Kamala.
-¡Cómo
sabes besar, Kamala! -balbució Siddharta.
-Sí,
eso lo sé hacer; por ello tampoco no me faltan vestidos, ni zapatos
ni pulseras, ni otras cosas bonitas. ¿Pero qué será de ti? ¿No
sabes otra cosa que pensar, ayunar y hacer poesías?
-También
sé las canciones de los sacrificios -comentó Siddharta-, pero ya no
las quiero cantar. También conozco las fórmulas mágicas, pero ya
no las quiero pronunciar. He leído las escrituras...
-¡Alto!
-le interrumpió Kamala-. ¿Sabes leer? ¿Sabes escribir?
-Sí,
naturalmente. Hay muchos que saben.
-La
mayoría no. Tampoco yo lo sé. Es muy interesante que sepas leer y
escribir, muy interesante. También te servirán las fórmulas
mágicas.
En
ese instante entró corriendo una sirvienta y dijo unas palabras al
oído de su ama.
-Tengo
visita -exclamó Kamala-. ¡Date prisa! ¡Vete, Siddharta, nadie debe
encontrarte por aquí, no lo olvides! Mañana te veré de nuevo.
Y
ordenó a la sierva que entregara al devoto brahmán una túnica
blanca. Sin saber lo que ocurría, Siddharta se vio conducido por la
criada a otro pabellón, a través de un camino desconocido; luego
fue obsequiado con una túnica, y ya en la espesura, le dijeron que
se alejara del parque tan pronto como pudiera, y sin ser visto.
Contento
hizo lo que se le había mandado. Acostumbrado al bosque, salió del
parque por encima del seto, sin hacer ruido. Alegre regresó a la
ciudad, con la túnica bajo el brazo. En un albergue frecuentado por
viajeros, se colocó a un lado de la puerta y pidió comida con un
gesto; recibió un trozo de pastel de arroz. «Quizá mañana ya no
tenga que pedir más comida», se dijo.
De
repente, se le encendió el orgullo. Ya no era un samana, ya no debía
pedir limosnas. Arrojó el pastel de arroz a un perro y se quedó sin
comer.
«La
vida que se vive en este mundo es simple -reflexionó Siddharta-.
Cuando todavía era un samana, todo era difícil, y al final
desesperado. Ahora todo es fácil, tan sencillo como las enseñanzas
en el arte de besar, que me ofrece Kamala. Necesito vestidos y
dinero, nada más; son dos metas pequeñas y cercanas, que no quitan
el sueño.»
Hace
tiempo que se había enterado del lugar en que estaba la casa de
Kamala, en la ciudad, y allí se presentó al día siguiente.
-Todo
va bien -le dijo Kamala-. Te espera Kamaswami, el más rico
comerciante de la ciudad. Si le gustas, te empleará. Sé
inteligente, moreno samana. He hecho que otros le hablaran de ti. Sé
amable con él, es muy influyente. ¡Pero no seas demasiado modesto!
No quiero que te conviertas en su criado; has de ser su igual, si no,
no estaré contenta de ti. Kamaswami empieza a envejecer y a volverse
comodón. Si le gustas, te confiará muchos asuntos.
Siddharta
le dio las gracias y sonrió. Cuando Kamala se enteró que en dos
días no había comido, mandó traer pan y fruta y se las ofreció.
-Has
tenido suerte -comentó Kamala, al despedirse-; se te abre una puerta
tras otra. ¿Por qué será? ¿Eres un mago?
Siddharta
replicó:
-Ayer
te conté que sé pensar, esperar y ayunar, y tú encontraste que
todo ello no servía para nada. Sin embargo, sirve para mucho. Te
darás cuenta de que los ignorantes samanas aprenden en el bosque y
saben muchas cosas hermosas, que vosotros no sabéis. Anteayer
todavía era un mendigo sucio; ayer besé a Kamala; y pronto seré un
comerciante y tendré dinero y todas las cosas que a ti te gusten.
-Eso
es cierto -reconoció Kamala-. Pero, ¿qué sería de ti, si no fuera
por Kamala? ¿Qué serías tú sin mi ayuda?
-Querida
Kamala -manifestó Siddharta, al tiempo que se incorporaba-, cuando
entré en tu parque, di el primer paso. Me había propuesto aprender
el amor de la más bella de las mujeres. Y desde el momento en que me
lo propuse, también sabía que lo lograría. Sabía que tú me ibas
a ayudar; lo supe desde tu primera mirada, a la entrada del bosque.
-¿Y
si yo no hubiese querido?
-Pero
has querido. Mira, Kamala: si echas una piedra al agua, ésta se
precipita hasta el fondo por el camino más rápido. Lo mismo ocurre
cuando Siddharta tiene un fin, cuando se propone algo. Siddharta no
hace nada, sólo espera, piensa, ayuna, sin hacer nada, sin moverse:
se deja llevar, se deja caer. Su meta le atrae, pues él no permite
que entre en su alma nada que pueda contrariar su objetivo. Eso es lo
que Siddharta ha aprendido de los samanas. Es lo que los necios
llaman magia y creen que es obra de demonios. Nada es obra de los
malos espíritus, éstos no existen. Cualquiera puede ejercer la
magia si sabe pensar, esperar, ayunar.
Kamala
le escuchó. Amaba su voz, le gustaba la mirada de sus ojos.
-Quizá
sea así como dices, amigo -musitó en voz baja-. Pero quizá también
es porque Siddharta es hermoso, porque su mirada gusta a las mujeres,
y por ello tiene suerte.
Siddharta
se despidió con un beso.
-Así
sea, profesora mía. ¡Que mi mirada te agrade siempre! ¡Que a tu
lado siempre tenga suerte!
-CON
LOS HUMANOS-
Siddharta
marchó a casa del comerciante Kamaswami. Le habían enviado a una
rica mansión; los criados le guiaron sobre valiosas alfombras hasta
un salón, donde debía esperar al dueño de la casa. Entró
Kamaswami. Era un hombre ágil y atlético, con el cabello muy
canoso, unos ojos sabios y prudentes, una boca exigente. Amablemente
se saludaron anfitrión y huésped.
-Me
han dicho -empezó el comerciante- que tú eres un brahmán, un
sabio, pero que buscas empleo en casa de un comerciante. ¿Acaso te
encuentras en la miseria, brahmán, y por eso buscas empleo?
-No
-contestó Siddharta-, no me encuentro en la miseria, y jamás me he
encontrado así. Has de saber que vengo de entre los samanas con los
que he vivido mucho tiempo.
-Si
vienes de los samanas, ¿cómo no vas a estar en la miseria? Los
samanas no poseen nada, ¿verdad?
-Nada
tengo -repuso Siddharta-, si es lo que quieres decir. Desde luego que
no. Sin embargo, eso ocurre porque así lo quiero; por lo tanto, no
estoy en la miseria.
-Pero,
¿de qué piensas vivir, si no posees nada?
-Nunca
he pensado en ello, señor. Durante más de tres años no he poseído
nada, y jamás pensé de qué debía vivir.
-Es
decir, que has vivido a expensas de los demás.
-Supongo
que así es. También el comerciante vive a expensas de los otros.
-Bien
dicho. Pero no les quita a los otros lo suyo sin darles nada: en
compensación les entrega mercancías.
-Así
parecen ir las cosas. Todos quitan, todos dan: ésa es la vida.
-Conforme,
pero, dime, por favor: si no posees nada, ¿qué quieres dar?
-Cada
uno da lo que tiene. El guerrero da fuerza; el comerciante,
mercancía; el profesor, enseñanza; el campesino, arroz; el
pescador, peces.
-Muy
bien. ¿Y qué es, pues, lo que tú puedes dar? ¿Qué es lo que has
aprendido? ¿Qué sabes hacer?
-Sé
pensar. Esperar. Ayunar.
-¿Y
eso es todo?
-¡Creo
que es todo!
-¿Y
para qué sirve? Por ejemplo, el ayuno... ¿Para qué vale?
-Es
muy útil, señor. Cuando una persona no tiene nada que comer, lo más
inteligente será que ayune. Si, por ejemplo, Siddharta no hubiera
aprendido a ayunar, hoy mismo tendría que aceptar cualquier empleo,
sea en tu casa o en cualquier otro lugar, pues el hambre le
obligaría. Sin embargo, Siddharta puede esperar tranquilamente,
desconoce la impaciencia, la miseria; puede contener el asedio del
hambre durante mucho tiempo y, además, puede echarse a reír. Para
eso sirve el ayuno, señor.
-Tienes
razón, samana. Espera un momento.
Kamaswami
salió y al momento regresó con un papel enrollado que entregó a su
huésped al tiempo que le preguntaba:
-¿Sabes
leer lo que dice aquí?
Siddharta
observó el documento, que contenía un contrato de compra, y empezó
a leerlo.
-Perfecto
-exclamó Kamaswami-. ¿Quieres escribirme algo en este papel?
Le
entregó una hoja y un lápiz; Siddharta escribió y le devolvió la
hoja.
Kamaswami
leyó:
«Escribir
es bueno, pensar es mejor. La inteligencia es buena, la paciencia es
mejor.»
-Sabes
escribir excelentemente -alabó el comerciante-. Aún tenemos que
hablar de muchas cosas. Por hoy te ruego que seas mi invitado y que
te alojes en esta casa.
Siddharta
le dio las gracias y aceptó; y se alojó en casa del comerciante. Le
entregaron vestidos y zapatos, y un criado le preparaba diariamente
el baño. Dos veces al día servían un ágape abundante, pero
Siddharta tan sólo asistía una vez, y nunca comía carne ni bebía
vino. Kamaswami le habló de sus negocios, le enseñó la mercancía
y los almacenes, le mostró las cuentas.
Siddharta
llegó a conocer muchas cosas nuevas, escuchaba mucho y hablaba poco.
Sin desatender las palabras de Kamala, jamás se subordinó al
comerciante, sino que le obligó a que le tratara como a un igual, e
incluso como a un superior. Kamaswami llevaba sus negocios con
cuidado, y a menudo, incluso, con pasión; Siddharta, por el
contrario, lo observaba todo como si se tratara de un juego cuyas
reglas se esforzaba por aprender, pero sin que afectase a su corazón
el contenido.
No
hacía mucho tiempo que se encontraba en casa de Kamaswami, cuando ya
participaba en los negocios del dueño de la casa. Pero diariamente,
a la hora indicada, visitaba a la bella Kamala con vestidos
elegantes, finos zapatos, y pronto también le llevó regalos.
Aprendía mucho de la roja boca inteligente. Mucho le enseñó la
mano suave y delicada.
Siddharta,
en el amor, todavía era un chiquillo inclinado a hundirse con
ceguera insaciable en el placer, como en un precipicio. Kamala le
enseñó, desde el principio, que no se puede recibir placer sin
darlo; que todo gesto, caricia, contacto, mirada, todo lugar del
cuerpo, tiene su secreto, que al despertarse produce felicidad al
entendido. También le dijo que los amantes, después de celebrar el
rito del amor, no pueden separarse sin que se admiren mutuamente, sin
sentirse a la vez vencido y vencedor; de ese modo, ninguno de los dos
notará saciedad, monotonía, ni tendrá la mala impresión de haber
abusado o de haber padecido abuso. Pasaba Siddharta maravillosas
horas con la bella mujer; se convirtió en su discípulo, su amante,
su amigo. Allí, junto a Kamala, encontraba el valor y el sentido a
su vida, no en los negocios de Kamaswami.
El
comerciante encargaba a Siddharta las cartas y los contratos
importantes, y se acostumbró a pedirle consejo en todos los asuntos
trascendentales. Pronto se dio cuenta de que Siddharta entendía poco
de arroz y de lana, de navegación y de negocios; y, no obstante, la
ayuda de Siddharta era eficaz, e incluso superaba al comerciante en
tranquilidad, serenidad y en el arte de saber escuchar y penetrar en
el alma de los extraños.
-Este
brahmán -comentó Kamaswami a un amigo- no es un verdadero
comerciante, y jamás lo será; los negocios nunca apasionan a su
alma. Pero posee el secreto de las personas que tienen éxito sin
esforzarse, ya sea por su buena estrella, por magia, o por algo que
habrá aprendido de los samanas. Siempre parece que juega a los
negocios; jamás se siente ligado o dominado por ellos; nunca teme al
fracaso, ni le preocupa una pérdida.
El
amigo aconsejó al comerciante:
-De
los negocios que te lleva, entrégale una tercera parte de los
beneficios, pero deja que también pague la misma participación en
las pérdidas que se produzcan. Así lograrás que se interese más.
Kamaswami
siguió su consejo. No obstante, Siddharta se inmutó muy poco. Si
conseguía beneficios, los recibía con indiferencia; si existía una
pérdida, se echaba a reír y exclamaba:
-¡Pues
mira, esto no ha salido bien!
A
decir verdad, Siddharta continuaba siendo indiferente con los
negocios. En una ocasión fue a un pueblo a comprar una gran cosecha
de arroz. Sin embargo, al llegar, supo que el arroz ya había sido
vendido a otro comerciante. A pesar de ello, Siddharta se quedó
varios días en la aldea, invitó a los campesinos, regaló monedas
de cobre a sus hijos, asistió a una de sus bodas y regresó
contentísimo del viaje.
Kamaswami
le reprobó por no volver en seguida y por haber malgastado tiempo y
dinero.
Siddharta
contestó:
-¡No
te enfades, amigo! Jamás se ha logrado nada con enfados. Si hemos
tenido una pérdida, asumo la responsabilidad. Estoy contento de ese
viaje. He conocido a muchas personas, un brahmán me otorgó su
amistad, los niños han cabalgado sobre mis rodillas, los campesinos
me han enseñado sus campos; nadie me tuvo por comerciante.
-Todo
eso está muy bien -exclamó Kamaswami indignado-. ¡Pero en realidad
eres un comerciante, o al menos eso creo yo! ¿O acaso has viajado
por placer?
-Naturalmente
-sonrió Siddharta-, naturalmente que he viajado por placer. ¿Por
qué, si no? He conocido nuevas personas y lugares, he recibido
amabilidad y confianza, he encontrado amistad. Mira, amigo, si yo
hubiese sido Kamaswami, al ver frustrada la venta habría regresado
en seguida, fastidiado y con prisas; entonces sí que realmente se
habría perdido tiempo y dinero. Ahora, sin embargo, he pasado unos
días gratos, he aprendido, he tenido alegría y no he perjudicado a
nadie con mi fastidio y mis prisas. Y si alguna vez vuelvo allí,
quizá para comprar otra cosecha o con cualquier otro fin, me
recibirán personas amables, llenas de alegría y cordialidad, y yo
me sentiré orgulloso por no haber demostrado entonces prisa o mal
humor. Así, pues, amigo, sé bueno y no te perjudiques con enfados.
El día que creas que ese Siddharta te perjudica, di una sola palabra
y Siddharta se marchará. Pero hasta entonces, deja que vivamos
mutuamente contentos.
También
eran vanos los intentos del comerciante por convencer a Siddharta de
que se comía su pan, el de Kamaswami. Siddharta comía su propio pan
-decía él-, o más bien, ambos comían el pan de otros, el de
todos. Jamás Siddharta prestó oídos a las preocupaciones de
Kamaswami, y eso que tenía muchos problemas. Nunca Kamaswami pudo
convencer a su colaborador de la utilidad de gastar palabras en
regaños o aflicciones, de fruncir el ceño o dormir mal cuando algún
negocio amenazaba con un fracaso, o si se presentaba la pérdida de
una cantidad de mercancías, o cuando parecía que un deudor no podía
pagar. Si en alguna ocasión Kamaswami le reprochaba que todo lo que
Siddharta sabia, lo había aprendido de él, éste contestaba:
-Veo
que te gustan las bromas. De ti he aprendido cuánto vale un cesto de
pescado y cuánto interés se puede pedir por un dinero prestado.
Estas son tus ciencias. Pero pensar, eso no lo he aprendido de ti,
amigo Kamaswami; mas tú harías muy bien, si lo aprendieras de mí.
Realmente,
el alma de Siddharta no se hallaba en el comercio. Los negocios eran
buenos para lograr el dinero para Kamala, y le proporcionaban mucho
más de lo que necesitaba. Por lo demás, el interés y la curiosidad
de Siddharta sólo recaía en las personas, mas sus negocios,
oficios, preocupaciones, alegrías y necedades, podían serle tan
extraños y lejanos como la luna. A pesar de la facilidad que tenía
para alternar con todos, para vivir y aprender de todos, Siddharta
notaba que existía algo que le separaba de los otros: su ascetismo.
Observaba que los humanos vivían de una manera infantil, casi
animal, que él a la vez amaba y despreciaba. Los veía esforzarse,
sufrir y encanecer por asuntos que no merecían ese precio: por
dinero, pequeños placeres y discretos honores; contemplaba cómo se
insultaban mutuamente, se quejaban de sus penas, de las que un samana
se reía, y sufrían por algo que a un samana tiene sin cuidado.
Siddharta
acogía a todas las personas. Daba la bienvenida al comerciante que
le ofrecía tela, al que estaba cargado de deudas y buscaba un
crédito, al mendigo que durante una hora le explicaba la historia de
su pobreza, a pesar de que no era la mitad de pobre que un samana.
No
diferenciaba en el trato a un rico comerciante extranjero, del
barbero que le afeitaba o del vendedor ambulante que le engañaba en
el cambio de las pequeñas monedas. Cuando Kamaswami se le quejaba de
sus preocupaciones o le reprochaba algún negocio, él escuchaba con
curiosidad, serenamente; luego se asombraba, intentaba entenderle, le
daba un poco la razón -únicamente la que le parecía
imprescindible-, y le dejaba para ocuparse del siguiente asunto.
Y
eran muchos, muchos los que llegaban a la ciudad para negociar con
Siddharta, para engañarle o sondearle; muchos también para suscitar
su compasión, o escuchar su consejo. Siddharta los compadecía,
aconsejaba, regalaba, y se dejaba engañar un poquito. Y ahora
ocupaba su pensamiento todo ese juego y la pasión con que lo jugaban
los seres humanos, como antes lo ocuparon los dioses y Brahma.
A
veces le llegaba del fondo de su pecho una débil voz, casi
moribunda, que le avisaba y se lamentaba; pero era tan endeble que
apenas se notaba. Cuando la oía, por una hora tenía conciencia de
que llevaba una vida especial, de que hacía cosas que únicamente
eran un juego; sí, se sentía sereno y a veces alegre, pero la
verdadera vida pasaba de largo y no le tocaba. Como un jugador de
pelota domina su arte, así también Siddharta jugaba con sus
negocios, con las personas que había a su alrededor; los observaba,
y ellos le alegraban. No obstante, su corazón, la fuente del ser, no
participaba. La fuente corría por alguna parte, pero lejos de él,
se deslizaba invisible, y ya no pertenecía en nada a su propia vida.
Ante tales pensamientos alguna vez se asustó; entonces deseó
participar también, en lo posible, en la actividad pueril del día,
con ardor y con el corazón: quería vivir de verdad, obrar
auténticamente, disfrutar realmente, vivir en vez de permanecer como
espectador solitario.
No
obstante, continuaba sus visitas a la bella Kamala, aprendía el arte
del amor, se entrenaba en el culto al placer, donde más que en
ningún otro asunto, el dar y el recibir es una misma cosa. Charlaba
con Kamala, aprendía mejor que Govinda en los tiempos pasados;
Kamala se parecía más a Siddharta que el viejo amigo.
En
una ocasión manifestó él:
-Tú
eres como yo, diferente de la mayoría de los seres humanos. Tú eres
Kamala, nada más; y dentro de ti hay un sosiego y un refugio donde
puedes retirarte en cualquier momento, como yo puedo hacerlo. Pocas
personas lo tienen, y, sin embargo, lo podrían poseer todas.
-No
todo el mundo es inteligente -opinó Kamala.
-No
-replicó Siddharta-, no es por eso. Kamaswami es tan inteligente
como yo, y, sin embargo, no lleva ese refugio en su interior. Otros
lo tienen, pero si medimos su inteligencia son igual que chiquillos.
La mayoría de los seres humanos, Kamala, son como las hojas que caen
de los árboles, que vuelan y revolotean por el aire, vacilan y por
último se precipitan al suelo. Otros, por el contrario, casi son
como estrellas: siguen un camino fijo, ningún viento les alcanza,
pues llevan en su interior su ley y su meta. Entre todos los samanas
y los sabios -y yo he conocido a muchos-, había uno de esos últimos,
una persona perfecta. Jamás lo podré olvidar. Se trata del Gotama,
el majestuoso, el predicador de aquella doctrina. Diariamente
escuchan sus palabras más de mil discípulos, y a todas horas siguen
sus consejos; pero los otros son hojas de las que caen, pues no
llevan en sí mismos la doctrina y la ley.
Kamala
objetó sonriente:
-Otra
vez vuelves a hablar de él. Nuevamente tienes pensamientos de
samana.
Siddharta
no contestó. Continuó con el juego del amor, uno los treinta o
cuarenta juegos diferentes que conocía Kamala. El cuerpo de ella era
elástico como el de una pantera, como el arco de un cazador; quien
aprendía el amor con Kamala, sabía muchos placeres, muchos
secretos. Durante mucho tiempo jugaba con Siddharta: le atraía, le
rechazaba, le obligaba, le abrazaba; se alegraba de su maestría
hasta que él, vencido y agotado, descansaba junto a Kamala. La
hetera se inclinó sobre Siddharta, observando largamente su cara y
los ojos cansados.
-Eres
el mejor amante que he conocido -declaró pensativa-. Eres más
fuerte que otros, más flexible y espontáneo. Has aprendido mi arte
muy bien, Siddharta. Algún día, cuando yo sea mayor, quiero tener
un hijo tuyo. Y sin embargo, querido, sé que sigues siendo un
samana, que no me quieres, que no amas a nadie. ¿No es eso verdad?
-Puede
que lo sea -contestó cansado-. Pero soy como tú: tampoco amas...
¿Cómo podrías ejercer el amor, como un arte? Las personas de
nuestra naturaleza quizá no sepan amar. Los seres humanos que no
pasan de la edad pueril sí que saben: ése es su secreto.
-SANSARA-
Durante
largo tiempo Siddharta había vivido la vida del mundo y de los
placeres, pero sin formar parte de esa existencia. Se le habían
despertado los sentidos que adormeció en los ardientes años de
samana; había probado la riqueza, la voluptuosidad, el poder; no
obstante, durante mucho tiempo permaneció siendo un samana dentro
del corazón. Se dio cuenta de ello la misma Kamala, la inteligente.
La vida de Siddharta seguía estando presidida por tres cosas:
pensar, esperar y ayunar; todavía la gente del mundo, los seres
humanos le eran extraños, igual que él lo era para los demás. Los
años pasaban, y Siddharta, rodeado de bienestar, apenas se daba
cuenta. Se había hecho rico; ya poseía su propia casa con los
correspondientes criados, y un jardín en las afueras de la ciudad,
junto al río. La gente le quería; le iban a ver cuando necesitaban
dinero o consejos. Pero, a excepción de Kamala, nadie consiguió ser
su amigo íntimo.
Poco
a poco se había convertido en recuerdo aquel estado alto y sereno de
renacido -el que sintió en su juventud, días después del sermón
de Gotama y de la separación de Govinda-, aquella esperanza
expectante, aquel orgullo de soledad sin profesores ni doctrinas,
aquella disposición dócil a oír la voz divina en su propio
interior; todo fue pasajero; la fuente sagrada murmuraba en la
lejanía y con voz muy débil -la que antes estuvo muy cerca-, en su
propio interior. Sin embargo, le había quedado todavía mucho de lo
que aprendió de los samanas, de Gotama, de su padre, el brahmán: la
vida moderada, el placer de pensar, las horas de meditación, el
conocer secretamente el yo, el eterno yo, que no es cuerpo ni
conciencia.
Sí,
le había quedado algo de todo aquel pasado, pero ello se encontraba
en el olvido, cubierto de polvo. Era como la rueda del alfarero que,
una vez en marcha, no se detiene bruscamente, sino que con lentitud y
cansancio aminora la marcha hasta pararse del todo. En el alma de
Siddharta, la rueda del ascetismo, de la reflexión, había girado
durante mucho tiempo; y ahora todavía daba vueltas, pero muy
despacio, vacilando: se hallaba a punto de detenerse. Paulatinamente,
como la humedad penetra en la corteza del árbol y la invade y la
pudre, así el mundo y la pereza habían penetrado en el alma de
Siddharta; con insidia le llenaban el alma, daban pesadez a su
cuerpo, le cansaban, le adormecían. Por el contrario, sus sentidos
se habían despertado, habían aprendido mucho, poseían gran
experiencia.
Siddharta
había aprendido a comerciar, a ejercitar su poder sobre las
personas, a divertirse con una mujer; se había aficionado a vestir
ropas elegantes, a ordenar a los servidores, a bañarse en aguas
perfumadas. Le gustaba comer sabrosos platos preparados con cuidado;
platos de pescado, carne, aves, especias y dulces, y bebía el vino
que da pereza y ayuda a olvidar. Había progresado en el juego de los
dados, en el tablero de ajedrez, en el saber mirar a las bailarinas;
sabía dejarse llevar en una litera, y dormir en una cama blanda.
Pero
aún no se sentía diferente o superior a los demás; siempre los
observaba con un poco de ironía y desprecio, precisamente con ese
desdén que siente un samana por la gente de mundo. Cuando Kamaswami
se encontraba enfermo, cuando le perseguían las preocupaciones de
los negocios, Siddharta siempre le lanzaba una mirada burlona. Sólo
que, lentamente, sin que se notara en el continuo ritmo de las
cosechas y estaciones de lluvia, su ironía se había cansado, su
superioridad había conseguido calmarse. Y despacio, en medio de su
riqueza creciente, Siddharta se había adaptado un poco a las maneras
de los pueriles seres humanos, a su candidez, a sus temores. Y sin
embargo, los envidiaba. Sentía cada vez más celos, a medida que se
iba pareciendo más a ellos. Codiciaba lo único que a él le faltaba
y que los hombres tenían: la importancia que lograban dar a su
existencia, la pasión de sus alegrías y temores, la dulzura
inquietante y la felicidad de sus amoríos. Los envidiaba a ellos, a
sus mujeres, a sus hijos, a su honor o su dinero; esos seres siempre
se hallaban llenos de planes y esperanzas.
Pero
precisamente era eso lo que no conseguía disimular: esa alegría y
necedad infantiles. Aprendía de ellos tan sólo lo desagradable, lo
que despreciaba. Cada vez con más frecuencia le ocurría que tras
pasar una noche en sociedad, a la mañana siguiente se quedaba mucho
tiempo en la cama, se sentía estúpido, y cansado. Cada vez más a
menudo se enfadaba y perdía la paciencia cuando Kamaswami le aburría
con sus preocupaciones. Primero, cuando perdía en el juego de los
dados reía demasiado fuerte. Su rostro aún parecía más
inteligente y sereno que el de los otros. Pero luego empezó a reír
poco y adoptó uno tras otro aquellos gestos que se veían con
frecuencia en los rostros de los potentados, los gestos de
descontento, de dolor, del mal humor, de desidia, de dureza del
corazón. Paulatinamente le atacó la enfermedad de los hombres
ricos.
Lentamente
el cansancio cubría a Siddharta como un velo, con una niebla fina;
cada día un poco más turbia, cada año algo más pesada. Como un
vestido nuevo que con el tiempo se vuelve viejo, pierde su color
brillante, se mancha, se arruga, se gasta en los dobladillos y
muestra algunos deshilachados, así fue la vida que Siddharta empezó
tras la separación de Govinda; había envejecido, y al compás de
los años perdía su brillo, se manchaba y se arrugaba, escondiendo
en el fondo el desengaño y el asco. Siddharta no lo advertía. Sólo
notaba que aquella voz clara y segura de su interior, la que le
acompañó en los tiempos de brillantez desde que se despertara,
habíase silenciado ahora.
Le
habían capturado el mundo, el placer, las exigencias, la pereza y,
por último, también, aquel vicio que por ser el más insensato,
siempre había despreciado más: la codicia. Por fin, las ansias de
posesión y de riqueza se habían apoderado de Siddharta; ya no era
un juego, sino una carga y una cadena.
Siddharta
había llegado a esta triste servidumbre por un camino raro y lleno
de sinsabores: el juego de los dados. Desde el momento en que su
corazón dejó de ser el de un samana, empezó a jugar por dinero y
por objetos valiosos, con pasión, con furia creciente; era el mismo
juego que antes había considerado, entre sonrisas e ironías, como
una costumbre más de los seres humanos. Como jugador le temían;
pocos se atrevían con él; a tanta altura habían llegado sus
atrevidas apuestas. Jugador, inducido por la miseria de su corazón,
al malgastar el dichoso dinero experimentaba una salvaje alegría; de
ninguna otra forma podía demostrar con más claridad y sarcasmo su
desdén por la riqueza, la diosa de los comerciantes.
Así,
pues, jugaba mucho y sin miramientos; se odiaba a sí mismo, se
burlaba del dinero; ganaba a miles, perdía por millares; disipaba el
dinero, las joyas, una casa de campo; y volvía a resarcirse, y
volvía a perder.
Le
gustaba aquel miedo, aquella angustia terrible que sentía en el
juego de los dados, tras haber apostado mucho; buscaba poder
renovarlo siempre, aumentarlo cada vez más, pues sólo esa sensación
le producía algo parecido a una felicidad, a un entusiasmo, a una
vida elevada en medio de la mediocridad, de la existencia gris e
indiferente. Y después de una gran pérdida buscaba nuevas riquezas,
hacía los negocios con más diligencia, obligaba a saldar las deudas
con más severidad, pues quería seguir jugando, malgastando,
demostrando su desprecio por el dinero. Mas cuando le iba mal en el
juego, perdía la tranquilidad, agotaba su paciencia contra los
mendigos, ya no poseía el placer de regalar ni de prestar cómo
antes.
¡Siddharta,
el que en una sola jugada perdía diez mil, y además se reía, ahora
en los negocios cada vez se volvía más severo y pedante! ¡Y por la
noche soñaba con dinero! Y Siddharta huía cada vez que se
despertaba de ese espantoso letargo, cuando veía su cara envejecida
y fea reflejada en el espejo de la pared de su dormitorio, y le
atacaban la vergüenza y la repugnancia; huía hacia nuevos juegos de
fortuna, hacia el embeleso de la lujuria y del vino; y de ahí
regresaba otra vez al principio del círculo vicioso, para ganar y
amontonar riquezas. En esa noria sin sentido se agotaba, envejecía y
enfermaba.
Un
día tuvo un sueño fatídico. Había pasado las horas de la tarde
con Kamala, en el hermoso parque. Se habían sentado bajo los
árboles, a conversar; Kamala pronunció palabras melancólicas,
detrás de las que se escondía la tristeza y el cansancio. Le había
rogado que le hablara de Gotama, y no se cansó de escuchar sobre la
pureza de su mirada, la bella tranquilidad de sus labios, la bondad
de su sonrisa, la paz de su andar. Durante mucho tiempo le había
tenido que contar los hechos del majestuoso buda; Kamala suspiró y
manifestó:
-Algún
día, quizá pronto, también yo seguiré a ese buda. Le regalaré mi
parque y me refugiaré en su doctrina.
Sin
embargo, volvió después a seducir a Siddharta en el juego del amor.
Le cautivó con vehemencia dolorosa, entre mordiscos y lágrimas,
como si quisiera exprimir, una vez más, la última y dulce gota de
ese placer vano y pasajero.
Nunca,
como entonces, Siddharta se había dado cuenta con tanta claridad del
cercano parentesco que hay entre la voluptuosidad y la muerte.
Entonces sentose junto a Kamala, su cara junto a la de ella; bajo sus
ojos y cerca de los labios había notado un trazo inquietante, más
diáfano que nunca, como una escritura de finas líneas, de leves
arrugas, un alfabeto que recordaba el otoño y la vejez..., igual que
había notado Siddharta alguna cana en sus cabellos negros, a pesar
de que sólo tenía cuarenta años. El cansancio escribía ya en el
rostro de Kamala; era la fatiga de un largo camino sin objetivo
concreto; el agotamiento que llevaba consigo el principio de la
decadencia y un temor escondido, todavía no muy pronunciado, quizá
ni siquiera conocido: el temor a la vejez, al otoño, a la muerte.
Siddharta
se había despedido de Kamala sollozando, con el alma repleta de
hastío y de recóndito temor.
Después
Siddharta había pasado la noche en su casa, bebiendo vino con las
bailarinas; le gustaba representar el papel de personaje superior a
sus semejantes, aunque en realidad no lo era; bebió demasiado vino,
y pasada la medianoche, cansado y excitado a la vez, buscó el lecho
con ansias de llorar, queriendo desesperarse. Durante largo tiempo
procuró en vano conciliar el sueño, pero su corazón se encontraba
repleto de una pena insoportable, de un asco profundo por el vino
demasiado fuerte, por la música demasiado suave y monótona, por la
sonrisa frágil de las bailarinas, el perfume dulzón de sus cabellos
y sus senos. No obstante, lo que más le repelía era su propia
persona, su pelo perfumado, su boca con olor a alcohol, su piel
cansada, marchita, deshidratada.
Como
cuando uno come y bebe excesivamente y con facilidad vomita
sintiéndose después contento y aliviado, así también Siddharta,
sin conseguir conciliar el sueño, deseaba en medio de multitud de
hastíos, deshacerse de esos placeres, esas costumbres, de toda su
vida inútil, e incluso de sí mismo. Por fin, al amanecer, cuando la
vida empezaba a desperezarse en la calle, en su ciudad, consiguió
dormirse. Poco después tuvo un sueño. Era así:
Kamala
poseía en una jaula de oro un exótico pajarillo cantor. Soñó con
ese pájaro. De madrugada, ~ pájaro se encontraba en silencio; le
llamó la atención, pues siempre cantaba a esa hora; se acercó y
vio el pequeño pájaro muerto en el suelo de la jaula. Lo sacó, lo
acarició un momento entre sus manos y seguidamente lo arrojó a la
calle; en ese mismo instante se asustó terriblemente y sintió que
el corazón le dolía tanto como si con el pájaro muerto hubiera
arrojado todo lo bueno y valioso de su vida.
Al
despertarse del sueño le invadió una profunda tristeza. Le parecía
sin valor y sin sentido toda su vida pasada. No le había quedado
nada viviente, nada que poseyera exquisitez, nada que mereciese la
pena de guardar. Se encontraba solo y vacío, como un náufrago en
una desierta orilla. Tristemente, Siddharta se marchó a un parque
que le pertenecía, cerró la puerta y se sentó bajo un árbol; se
hallaba sentado allí y sentía que en su interior habitaba la
muerte, existía lo marchito, el fin. Paulatinamente concentró sus
pensamientos; recorrió con su mente todo el camino de su vida, desde
los primeros días que aún podía recordar. ¿Cuándo había
disfrutado de felicidad, de una auténtica alegría? Sí, varias
veces. En sus años de adolescente la había probado cuando ganaba el
elogio de los brahmanes, al adelantarse a todos los chicos de su
misma edad para recitar los versos sagrados; o en las discusiones con
los sabios, o como ayudante en los sacrificios. Entonces oía decir a
su corazón:
«Hay
un camino ante ti, y es tu vocación; los dioses te esperan.» Y
también sintió ese gozo con más fuerza, cuando sus meditaciones,
cada vez más elevadas, le habían destacado de la mayoría de los
que como él buscaban la felicidad, cuando luchaba con ansia por
sentir a Brahma, cuando a cada nuevo conocimiento se le despertaba
una sed mayor en su interior. Entonces, en medio de aquella sed, en
medio del dolor, había escuchado las mismas palabras: «¡Adelante!
¡Adelante! ¡Es tu vocación!»
Esta
voz la había oído al abandonar a sus padres para elegir la vida de
samana y, otra vez, al ir de los samanas hacia aquel ser perfecto, y
nuevamente al ir del majestuoso hasta lo inseguro. Contento con los
pequeños placeres, pero nunca satisfecho, había pasado mucho tiempo
sin oír la voz, sin llegar a ninguna cumbre; durante largos años el
camino había sido monótono y llano, sin elevado objetivo, sin sed,
sin elevación. Sin saberlo siquiera el propio Siddharta se había
esforzado por parecer un ser humano como todos los que le rodeaban,
como esos niños; pero la vida de ellos era mucho más mísera y
pobre que la suya; sus fines no eran los de él, ni tampoco sus
preocupaciones. Todo aquel mundo de Kamaswami, para Siddharta tan
sólo había sido un juego, un baile, una comedia. Únicamente había
apreciado y amado a Kamala. Pero, ¿aún la necesitaba, o Kamala le
necesitaba a él? ¿No jugaban un juego sin fin? ¿Era necesario
vivir para eso? ¡No, no lo era! Ese juego se llamaba sansara, un
juego de niños, quizá grato de jugar una vez, dos, diez veces...
¿Pero una y otra vez para siempre?
Siddharta
se daba cuenta de que el juego ya había terminado, y que ya no podía
jugar. Estremeciose y sintió en su interior que algo había muerto.
Todo
aquel día lo pasó sentado bajo el árbol, pensando en su padre, en
Govinda, en Gotama. ¿Había tenido que abandonar a aquéllos para
convertirse en un Kamaswami? Aún estaba allí cuando se hizo de
noche. Al levantar la mirada y observar las estrellas, pensó:
«Aquí
estoy sentado bajo el árbol, bajo el mango, en mi parque.» Sonriose
un poco. «¿Pero es necesario? ¿No es un juego necio el poseer un
mango un jardín?» También murieron estas palabras en su interior.
Se levantó y despidiose del mango y del parque. Como se había
pasado el día sin comer, sentía un hambre feroz; pensó en su casa
de la ciudad, en su habitación, en su cama, en su mesa llena de
viandas. Cansado sonrió, se agitó un poco y despidiose de todo
ello.
No
hacía una hora que Siddharta abandonara el jardín, cuando también
abandonó la ciudad, y nunca más volvió a ella. Durante mucho
tiempo Kamaswami ordenó buscarle, pues creía que había caído en
manos de los bandoleros.
Kamala
no le buscó. Cuando supo que Siddharta había desaparecido, ni
siquiera se sorprendió. ¿No esperó eso siempre? ¿No se trataba de
un samana, de un hombre sin patria, de un peregrino?
Se
dio cuenta perfectamente de ello en el último encuentro; y en medio
del dolor por aquella pérdida, se alegraba de que todavía la última
vez la hubiera estrechado con ardor contra su pecho, y de haber
sentido una vez más cómo Siddharta la poseía y cómo Kamala se
fundía con él. Cuando recibió la noticia de la desaparición de
Siddharta, se acercó a la ventana en que tenía la jaula de oro con
el exótico pájaro cantor. Abrió la portezuela, sacó el pájaro y
lo dejó volar libremente. Durante mucho tiempo siguió con la mirada
el vuelo del ave. A partir de ese día, Kamala ya no recibió más
visitas, y cerró la casa. Después de un tiempo se dio cuenta de que
había quedado encinta después del último encuentro con Siddharta.
-JUNTO
AL RÍO-
Ya
lejos de la ciudad, Siddharta caminó por el bosque. Sólo sabía una
cosa con certeza: que no podía volver, que la vida que había
llevado durante años había pasado, concluido, y que la había
gozado hasta hastiarse.
Había
muerto el pájaro cantor con el que soñara. El ave de su corazón
había dejado de existir. Fue un profundo cautivo del sansara, se
embebió de asco y muerte por todas partes, como una esponja absorbe
agua hasta empaparse. Siddharta estaba lleno de fastidio, de miseria
y muerte; ya no existía nada en el mundo que pudiese alegrarle o
consolarle.
Con
ansiedad deseaba no saber nada de sí mismo, permanecer tranquilo,
muerto. «¡Que caiga un rayo y me mate! -pensaba-. ¡Que venga un
tigre y me coma! ¡Que tome un vino, un veneno que me adormezca, que
haga olvidar y dé un sueño sin final! ¿Queda alguna suciedad con
la que todavía no me haya manchado? ¿Un pecado o una necedad que no
haya cometido? ¿Un vacío del alma sin sentir? ¿Era posible
respirar y aspirar una y otra vez, sentir hambre, volver a comer,
dormir, permanecer junto a una mujer? ¿No se había agotado ya ese
círculo para Siddharta?»
Llegó
junto a la orilla del gran río del bosque, el mismo que le hizo
cruzar un barquero cuando todavía era joven y venía de la ciudad de
Gotama. Se detuvo vacilante a la orilla del río. El cansancio y el
hambre le habían debilitado. ¿Para qué seguir adelante? ¿Hacia
dónde ir? ¿A qué destino? No, ya no existían objetivos; lo único
que palpitaba era una ansiedad profunda y dolorosa de arrojar ese
sueño confuso, de escupir ese vino soso, de zanjar esa vida
miserable y vergonzosa. Un árbol se inclinaba sobre la ribera del
río: era un cocotero, en cuyo tronco apoyó Siddharta el hombro;
Siddharta abrazó luego el tronco y observó el agua verde que se
deslizaba a sus pies; miró hacia abajo y sintió deseos de soltarse
y de desaparecer bajo el agua. Un vacío estremecedor se reflejaba
entre las ondas, al que replicaba el terrible hueco de su alma. Sí,
estaba acabado. Sí, para Siddharta, con la vida destrozada y sin
meta, con su formación malograda, ya no quedaba otra solución que
lanzar su existencia a los pies de los dioses con una sonrisa
irónica.
Ese
era su deseo: ¡La muerte, la destrucción de la forma odiada! ¡Que
los peces devoren ese perro de Siddharta, ese demente, ese cuerpo
desmantelado y podrido, esa alma decadente! ¡Que los cocodrilos se
lo coman! ¡Que los demonios lo descuarticen!
Con
el rostro desencajado clavó su vista en el agua: al ver el reflejo
de su cara escupió en el agua. Lleno de abatimiento separó el brazo
que apoyaba en el tronco y se volvió un poco para deslizarse y
hundirse de una vez para siempre. Se hundía hacia la muerte con los
ojos cerrados. En ese instante sintió una voz llegar desde remotos
lugares de su alma, del pasado de su agotada existencia. Era una
palabra, una sílaba que repetía maquinalmente una voz balbuciente;
se trataba de la vieja palabra, principio y fin de todas las
oraciones de los brahmanes: el sagrado Om, que significa «lo
perfecto» o «la perfección». Y en el momento en que la palabra Om
alcanzó el oído de Siddharta, de repente despertose su espíritu
adormecido y reconoció la necedad de su intención. Siddharta se
asustó profundamente, y pensó cómo había podido llegar a aquel
punto; se encontraba perdido, confuso, abandonado de toda sabiduría.
Había intentado buscar la muerte. Un deseo tan pueril había podido
crecer en su interior: ¡Encontrar la tranquilidad apagando su vida!
Lo que no habían logrado en todo ese tiempo la tortura, el despecho
y la desesperación, lo consiguió el Om al penetrar en su
conciencia. Siddharta reconoció su miseria y su error.
-Om
-repetía-. ¡Om!
Y
de nuevo volvió a tener conciencia del Brahma, del carácter
indestructible de la vida... que había llegado a olvidar. Pero ese
momento tan sólo duró un segundo, como un rayo. Siddharta se
desvaneció al pie del cocotero, quedó su cabeza junto a la raíz y
durmió profundamente.
Su
sueño era hondo y libre de pesadillas; hacia mucho tiempo que no
conseguía dormir así. Cuando despertó, después de varias horas,
le pareció que habían pasado diez años: escuchó el ruido del
agua; no recordaba dónde se encontraba ni cómo había llegado hasta
allí. Abrió los ojos y con asombro observó sobre su cabeza los
árboles y el firmamento; lo pasado parecía estar cubierto por un
velo inmensamente lejano e indiferente.
Sólo
sabía que la vida abandonada había sido una encarnación pasada,
anterior a su actual yo; comprendía que había conseguido apartarse
de su anterior existencia, y se hallaba tan lleno de asco y de
miseria que hasta había pretendido quitarse la vida; allí, junto a
un río, bajo un cocotero, volvió en sí. Se había quedado dormido
con la palabra sagrada Om, en los labios, y ahora se despertaba y
contemplaba el mundo como un ser nuevo.
Con
voz baja pronunció el vocablo, con el que se había quedado
adormecido; le pareció que en todo su largo sueño no hizo otra cosa
que hablar del Om, pensar en el Om, hundirse y penetrar en el Om, en
lo indecible, en lo perfecto.
¡Qué
sueño tan maravilloso! ¡Jamás le había refrescado tanto un sueño,
y renovado y rejuvenecido! ¿Acaso estaba muerto realmente, o se
había hundido y había vuelto a nacer con una nueva encarnación?
Pero no, Siddharta se reconocía: sus manos y sus pies, el lugar
donde se encontraba, el yo en su interior, el Siddharta caprichoso,
raro; no obstante, Siddharta había cambiado, se había renovado, se
encontraba descansado, despierto, alegre y curioso. Siddharta se
incorporó y vio frente a él a una persona: un forastero, un monje
vestido con la túnica amarilla y la cabeza afeitada, en postura de
meditación. Contempló al hombre, que no tenía cabello ni barba, y
no tardó mucho en advertir que el monje era Govinda, el amigo de su
juventud. Govinda, el que se había refugiado con el majestuoso.
También
había envejecido Govinda, como él, pero su rostro aún mantenía
los mismos rasgos, expresaba diligencia, lealtad, búsqueda y temor.
Y cuando Govinda levantó la mirada al sentirse observado, Siddharta
se dio cuenta inmediatamente de que su amigo no le reconocía.
Govinda se alegró al verle despierto; evidentemente, hacía mucho
tiempo que esperaba que despertase, aunque no le conocía.
-Me
he dormido -manifestó Siddharta-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
-Sí,
ya te he visto dormir -contestó Govinda-. Y no es muy recomendable
hacerlo en estos sitios, pues a menudo hay serpientes, y además éste
es el camino de los animales del bosque. Yo, señor, soy un discípulo
del majestuoso buda, del Sakia Muni, pasaba por aquí, con otros de
mis compañeros, cuando te vi dormir en lugar tan peligroso. Por ello
intenté despertarte, señor, y al comprobar que tu sueño era muy
profundo, me rezagué y me senté a un lado. Y mientras deseaba
vigilar tu sueño, creo que yo también me he dormido. Mal cumplí mi
servicio, pues el cansancio me venció. Pero ya que ahora estás
despierto, dame licencia para reunirme con mis compañeros.
-Te
agradezco mucho, samana, que vigilaras mi sueño -continuó
Siddharta-. Los discípulos del majestuoso sois muy amables. Ahora ya
puedes irte.
-Me
marcho, con tu permiso. Que el Señor proteja tu salud.
-Gracias,
samana.
Govinda
hizo la señal del saludo y declaró:
-Adiós.
-Adiós,
Govinda -contestó Siddharta.
El
monje se detuvo.
-Permíteme,
señor. ¿De dónde conoces mi nombre?
Siddharta
sonrió.
-Govinda,
te conozco de la casa de tu padre y de la escuela de los brahmanes,
de los sacrificios, de nuestro viaje con los samanas, y de aquella
hora cuando tú, en el bosque de Jetavana, te refugiaste en el
majestuoso.
-¡Eres
Siddharta! -exclamó Govinda-. Ahora te reconozco, y no comprendo
cómo antes no me he dado cuenta inmediatamente. Bien venido,
Siddharta. Siento un gran gozo al volver a verte.
-También
yo me alegro de verte otra vez. Has sido el vigilante de mi sueño:
una vez más te doy las gracias, aunque no hubiera necesitado una
custodia. ¿Adónde vas, amigo?
-No
me dirijo a ninguna parte, en concreto. Los monjes siempre caminamos,
mientras no es la estación de las lluvias; vamos siempre de un sitio
a otro, vivimos según la regla, pregonamos la doctrina, recibimos
limosnas y continuamos nuestro viaje. Siempre así. ¿Pero tú,
Siddharta, adónde vas?
Contestó
Siddharta:
-Yo
hago lo mismo que tú, amigo. No voy a ninguna parte. Sólo estoy en
camino. Soy un peregrino.
Govinda
replicó:
-Dices
que eres un peregrino, y te creo. Pero, perdóname, Siddharta, no
tienes aspecto de peregrino. Llevas el atuendo de un hombre rico,
calzas zapatos de aristócrata, y tu cabello perfumado no es el de un
samana.
-Muy
bien, amigo, has observado con agudeza, no has perdido detalle. Pero
yo no he dicho que sea un samana. Tan sólo dije: soy un peregrino. Y
así es.
-Es
posible -respondió Govinda-. Pero pocos peregrinan con esas ropas,
con esos zapatos, con esos cabellos. Jamás he encontrado un
peregrino así, en todos los años que camino.
-Te
creo, Govinda. Pero hoy has encontrado un peregrino con estos zapatos
y así vestido. Acuérdate, amigo, que el mundo de las formas es
pasajero, temporal, sobre todo con nuestros vestidos, nuestro cabello
y todo nuestro cuerpo. Llevo el ropaje de un rico, te has fijado
bien. Lo llevo porque he sido rico. Y llevo el pelo como la gente
mundana y los libertinos, porque he sido también uno de ellos.
-¿Y
ahora, Siddharta? ¿Qué eres ahora?
-No
lo sé. Lo ignoro tanto como tú. Estoy en camino. He sido un
potentado, y ya no lo soy. Y no sé lo que seré mañana.
-¿Te
has arruinado?
-He
perdido las riquezas o ellas me arruinaron a mí. Digamos que se me
han extraviado. Govinda, la rueda de lo ingrato gira con extremada
rapidez. ¿Dónde se halla el brahma Siddharta? ¿Dónde se encuentra
el samana Siddharta? ¿Dónde quedó el rico Siddharta? Lo temporal
cambia muy aprisa, Govinda. Tú bien lo sabes.
Govinda
contempló durante largo tiempo al amigo de su juventud, y en sus
ojos apareció una duda. Entonces le saludó como se saluda a los
aristócratas, y se puso en marcha. Siddharta, con el rostro
sonriente, le siguió con la mirada. ¡Todavía amaba a ese hombre
fiel y temeroso! ¡Cómo habría sido posible no amar a nadie o a
nada, después de un sueño tan maravilloso, tan lleno del Om!
Precisamente el encantamiento estaba allí: en el sueño se le había
preparado para amarlo todo; se encontraba lleno de amor hacia todo lo
que contemplaba. Y justamente ésa fue su enfermedad anterior, según
le parecía ahora: el no saber amar a nada ni a nadie.
Sonriente,
continuaba observando Siddharta al monje que se alejaba. El sueño le
había devuelto las fuerzas, pero le seguía molestando el hambre, ya
que ahora hacía dos días que no comía y el tiempo en que solía
ayunar se encontraba muy lejano. Con preocupación, pero feliz,
recordó aquel pasado.
Fue
entonces cuando recordó cómo había glorificado ante Kamala tres
artes que antes había dominado perfectamente: ayunar, esperar,
pensar. Esta había sido su fortuna, su poder y su fuerza. Había
aprendido esas artes en los años penosos y difíciles de su
juventud, nada más. Y ahora le habían abandonado, ninguna de las
tres artes le pertenecía ya: ni el ayunar, ni el esperar, ni el
pensar. ¡Las había trocado por lo más miserable y más pasajero,
por los deleites de los sentidos, el bienestar físico, las riquezas!
Realmente le había sucedido algo extraño. Y ahora parecía que de
nuevo se había convertido en un ser humano.
Siddharta
reflexionó acerca de su situación. Le costó meditar; en el fondo
no le apetecía, pero se obligó a sí mismo.
Pensó:
«Ahora
que por fin han sucumbido todas las cosas pasajeras, ahora que vuelvo
a estar bajo el sol, como cuando fui un chiquillo, me doy cuenta de
que no sé nada, de que no soy capaz de nada, de que no he aprendido
nada. ¡Qué raro es todo esto! ¡Ahora voy a empezar de nuevo, como
un niño, a pesar de que ya no soy joven y que mis cabellos empiezan
a encanecer -sonrió otra vez-. Sí, tu destino será muy singular.»
Siddharta
se perdía, pero ahora volvía a encontrarse en este mundo y se veía
vacío, desnudo e ignorante. Y sin embargo, no podía sentir pena por
lo sucedido. No. Al contrario, tenía deseos de reír, de burlarse de
sí mismo, de chancearse de todo ese mundo tan necio y tan absurdo.
«¡Estás
en decadencia!», se acusó a sí mismo., y seguidamente echose a
reír.
Al
pronunciar estas palabras, miró al río, que también se deslizaba
por una pendiente, siempre hacia abajo, sin dejar de estar alegre y
de canturrear. Eso gustó a Siddharta que sonrió amablemente al río.
¿No era el mismo río en el que había querido ahogarse, hacía ya
tiempo, quizás unos cien años? ¿O tal vez lo soñó?
Siddharta
continuó meditando: «Realmente mi vida ha seguido un curso muy
especial, dando muchos rodeos. De chiquillo sólo oía hablar de
dioses y sacrificios. De mozo sólo me entretenía con ascetas,
pensamientos, meditaciones, buscando a Brahma, venerando al eterno
atman. Ya de joven seguía los ascetas, viví en el bosque, sufrí
calor y frío, aprendí a pasar hambre, aprendí a apagar mi cuerpo.
Entonces la doctrina del gran buda me pareció una maravilla; sentí
circular en mi interior todo el sabor de la unidad del mundo, corno
si se tratara de mi propia sangre. No obstante, tuve que alejarme del
mismo buda y del gran saber. Me fui y aprendí el arte del amor con
Kamala, el comercio con Kamaswami; amontoné dinero, malgasté,
aprendí a contentar a mi estómago, a lisonjear a mis sentidos. He
necesitado muchos años para perder mi espíritu, para olvidarme del
pensar y la unidad.
«¿No
parece que he precisado dar grandes rodeos para convertirme
paulatinamente en un hombre, para dejar de ser filósofo y vivir como
una persona vulgar?» Y, a pesar de todo, ha sido un buen camino, no
ha muerto completamente el pájaro que se alberga en mi interior.
Pero, ¡qué camino es ése! He tenido que sobrevivir a tanta
ignorancia, vicio, error, asco y desengaño, tan sólo para volver a
ser un hombre que no piensa, como los niños, y así, poder empezar
de nuevo. No obstante, todo ha ido bien, mi corazón se alegra, mis
ojos ríen. He tenido que sufrir con desesperación, me he visto
obligado a rebajarme hasta la idea más necia, la del suicidio, para
poder recibir la gracia de sentir el Om, para volver a dormir bien y
a despertarme mejor. Tuve que convertirme en un ignorante para poder
encontrar al atman en mi interior. He tenido que pecar para volver a
resucitar.
«¿Hacia
dónde me seguirá llevando este camino? Mi sendero sigue un
itinerario absurdo, da rodeos, y quizá también vueltas. ¡Que siga
por donde quiera! ¡YO lo seguiré!»
Sintió
en su pecho una alegría maravillosa.
«¿De
dónde sale esa alegría tan grande? -preguntó a su corazón-.
¿Acaso te viene de ese largo sueño, que tanto bien te hizo? ¿O
proviene de la palabra Om, que pronuncié? ¿O acaso es porque he
conseguido escapar, he logrado la fuga y por fin me encuentro otra
vez libre, como un chiquillo bajo el cielo?
«¡Qué
maravilla es poder huir, ser libre! ¡Qué aire más limpio y puro se
respira aquí! ¡Qué delicia aspirarlo! Allí, de donde escapé,
todo olía a cremas, especias, vino, saciedad, ocio. ¡Cómo odiaba
ese mundo de ricos, vividores y jugadores! ¡Cómo me aborrecía, me
robaba, envenenaba, torturaba, envejecía y maldecía! ¡No, jamás
creeré en mí, como antes, cuando me gustaba pensar que Siddharta
era un sabio! Sin embargo, ahora sí que he obrado bien; ¡me gusta,
puedo elogiar mi obra! ¡Ahora termina el odio contra mí mismo,
contra esa vida necia y monótona! Te felicito, Siddharta, ya que
después de tantos años de ocio has vuelto a tener una nueva idea,
has obrado, has oído cantar al pájaro en tu pecho, ¡y le has
seguido!»
De
esta forma se elogió y se sintió satisfecho de sí mismo, a la vez
que oía los rugidos del hambre en su estómago. Un retazo de pena,
un mendrugo de miseria: eso era lo que ahora percibía; en los
últimos días había apurado hasta el máximo y luego lo escupió
todo; se sació hasta la desesperación y la muerte.
Así
era mejor. Hubiera podido quedarse mucho más tiempo con Kamaswami,
ganar dinero, malgastarlo, hinchar su barriga y dejar que su alma
muriese de sed; habría podido vivir todavía mucho tiempo en aquel
infierno suave y bien acolchado, si no le hubiera llegado el momento
del desconsuelo total, de la desesperación. Fue aquel instante,
cuando se balanceaba por encima de la corriente del agua, dispuesto a
destruirse. Había sentido esa desesperación, esa profunda
repugnancia, pero no se dejó vencer; el pájaro, la fuente y la voz
de su interior continuaban con vida. Esa era su alegría, su risa;
por eso brillaba su rostro bajo las canas.
«Es
bueno -pensó- probar personalmente todo lo que hace falta aprender.
Desde niño, desde mucho tiempo, sabía que los placeres mundanos y
las riquezas no acarrean ningún bien; pero ahora lo he vivido. Y
ahora lo sé, no sólo porque me lo enseñaron, sino porque lo han
visto mis ojos, mi corazón, mi estómago. ¡Qué bello es saberlo!»
Mucho
tiempo permaneció meditando acerca del cambio que se había
producido en su ser. Escuchó al pájaro que trinaba alegre. ¿No
había muerto el pájaro en su interior, no había sufrido su muerte?
No; en Siddharta había muerto algo muy distinto, que desde hacía
tiempo deseaba sucumbir. ¿No era lo mismo que en sus ardientes años
de asceta había querido apagar? ¿No era su yo, el yo pequeño,
temeroso, orgulloso, con que había luchado durante tantos días, el
que siempre le vencía, el que después de cada penitencia, volvía a
surgir, y le quitaba la alegría, y le daba temor? ¿Acaso no era eso
lo que por fin hoy había encontrado la muerte, allí en el bosque,
junto a ese río idílico? ¿No era esa muerte por lo que Siddharta
había vuelto a ser un niño, y sintió confianza, alegría y
temeridad?
Ahora
también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese
yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso
de sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacrificios, de
mortificaciones, la excesiva ambición! Con arrogancia, siempre había
sido el primero, el más inteligente, el más sabio, el más
diligente; siempre se encontraba un paso más adelante de los demás
compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido
en ese sacerdocio, en aquella erudición e intelectualidad; estaba
allí y crecía, mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y
penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz secreta
tenía razón: ningún profesor se lo hubiera podido reprimir jamás.
Por
ello tuvo que lanzarse al mundo, perderse entre los placeres y el
poder, la mujer y el dinero; se había tenido que convertir en
comerciante, jugador, bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el
samana de su interior se murieran. Por tal causa había tenido que
soportar esos años monstruosos, ese hastío, vacío y absurdo de una
vida monótona y perdida, hasta que por fin, como una desesperación,
el vividor y el Siddharta ávido habían llegado a sucumbir. Muerto,
un nuevo Siddharta había resucitado. También este se volvería
viejo, también tendría que morir algún día; Siddharta era
transitorio, como pasajera es toda formación. Pero hoy se hallaba en
plena forma, joven como un chiquillo, un nuevo Siddharta. Estaba
lleno de alegría.
Meditaba
todas estas ideas, escuchaba sonriente su estómago y agradecía el
zumbido de una abeja. Miraba con alegría la corriente del río:
jamás un agua le había gustado tanto, jamás había percibido la
voz y el ejemplo de la corriente con tanta fuerza. Le parecía que
ese río poseía algo especial, algo que aún desconocía, pero que
le esperaba. En ese río se había querido ahogar Siddharta, y en él
había sucumbido el Siddharta viejo, cansado, desesperado. Sin
embargo, el nuevo Siddharta sentía por esa corriente un profundo
amor que le obligaba a no abandonarla con prisas.
-EL
BARQUERO-
«Junto
a este río deseo quedarme -pensó Siddharta-. Es el mismo por el que
un amable barquero me condujo al camino de los humanos, de los niños.
Me dirigiré a su vivienda. Desde su choza me encaminó entonces
hacia una nueva vida, que ahora ya está vieja y muerta. ¡Que mi
nuevo camino también empiece desde allí.»
Observaba
la corriente con cariño, su verde transparencia, sus ondas
cristalinas, con dibujos llenos de misterio. Contempló las perlas
claras que subían desde el fondo, las burbujas que flotaban en la
superficie, el espejo del azul del cielo. El río también le miraba
con sus mil ojos, verdes, blancos, ambarinos, celestes. ¡Cuánto
amaba aquella corriente! ¡Cuántas cosas le agradecía! Desde el
interior de su corazón escuchaba la voz que despertaba de nuevo y le
decía:
«Ama
a este río! ¡Quédate con él! ¡Aprende de él!»
¡Oh,
sí! Siddharta quería aprender del río, deseaba escucharlo. Le
parecía que el que comprendiera a esta corriente y sus secretos,
también entendería muchas otras cosas, muchos secretos, todos los
misterios.
Hoy
únicamente podía conocer un secreto del río: el que se apoderó de
su alma. Se daba cuenta de que el agua corría y corría, siempre se
deslizaba y, sin embargo, siempre se encontraba allí, en todo
momento. ¡Y no obstante, siempre era agua nueva! ¿Quién podía
comprenderlo? Siddharta, no; tan sólo tenía una vislumbre,
escuchaba un recuerdo lejano, unas voces divinas.
Siddharta
se levantó. El rugido del hambre en el estómago se hacía
insoportable. Mientras sufría, continuó su camino a lo largo de la
ribera, contra la corriente, escuchando el rumor y los alaridos de su
estómago.
Cuando
llegó a la lancha de cruce, la halló dispuesta para la salida.
A
su lado estaba el mismo barquero que había conducido al joven
samana. Siddharta le reconoció al momento; también el barquero
había envejecido mucho.
-¿Quieres
pasarme? -preguntó.
El
barquero se sorprendió al ver a un hombre tan distinguido viajar
solo y a pie. Le acogió en su barca y abandonó la orilla.
-Has
elegido una vida muy bella -declaró el viajero-. Debe de ser muy
hermoso vivir junto a estas aguas y deslizarse por su superficie.
El
remero se balanceó sonriente y repuso:
-Es
hermoso, señor, como tú dices, ¿pero acaso no es bella la vida
toda y todos los trabajos?
-Quizá.
Pero yo envidio el tuyo.
-¡Oh!
Pronto te cansarías. Esto no es para gentes elegantes.
Siddharta
sonrió.
-Ya
me miraste una vez por mis ropajes y además, con desconfianza. ¿No
te gustaría aceptarlos, barquero, puesto que a mí me molestan?
Debes saber que no tengo con qué pagarte.
-El
señor bromea -dijo el barquero, festivo.
-No
bromeo, amigo. Mira, ya una vez crucé en tu barca por el río,
gracias a tu bondad. Hazlo también hoy y acepta mis vestidos como
pago.
-¿Y
el señor piensa seguir su viaje sin vestidos?
-Lo
que me gustaría es no proseguir el viaje. Lo que más me apetecería,
barquero, es que me dieras un delantal, y así podría quedarme como
ayudante tuyo, o mejor, como tu aprendiz, pues primero debo aprender
a llevar la barca.
Durante
largo tiempo el barquero observó al forastero, como si buscara algo.
-Ahora
te reconozco -manifestó por fin-. En otra ocasión dormiste en mi
choza, hace mucho tiempo, quizá más de veinte años. Yo te llevé
al otro lado del río y nos despedimos como buenos amigos. ¿No
fuiste un samana? De tu nombre no me acuerdo.
-Me
llamo Siddharta, y era un samana cuando me viste por última vez.
-Bien
venido seas, Siddharta. Yo me llamo Vasudeva. Espero que también hoy
seas mi invitado, que duermas en mi choza y me cuentes de dónde
vienes y por qué te molestan tus elegantes ropas.
Habían
alcanzado el centro del río y Vasudeva tuvo que remar con más
fuerza para ir contra la corriente. Su trabajo era tranquilo, y él
bogaba con su mirada fija en la proa de la barca, con sus brazos
curtidos.
Siddharta
se hallaba sentado y le observaba; recordó entonces que ya en aquel
su último día de samana, habíase despertado en su corazón el amor
hacia aquel hombre. Agradecido aceptó la invitación de Vasudeva.
Cuando llegaron a la orilla le ayudó a atar la barca en los postes;
después el barquero le invitó a entrar en la cabaña y le ofreció
pan y agua. Siddharta lo comió con gusto, como también los frutos
del mango, que le ofreció el barquero.
Ya
cerca del atardecer se sentaron los dos en un tronco de la orilla y
Siddharta contó al barquero su origen y su vida, tal y como la había
visto hoy en aquella hora de desesperación. El relato duró hasta
altas horas de la noche.
Vasudeva
escuchó con suma atención. Lo comprendió todo, el origen, la
niñez, todo el aprendizaje, la búsqueda, la alegría y la miseria.
Entre las muchas virtudes del barquero, destacaba la de saber
escuchar como pocas personas. Sin decir palabras, Siddharta notó que
Vasudeva asimilaba todas sus explicaciones, sosegado, abierto,
esperando sin perder una sola palabra, sin impaciencias, sin críticas
ni elogios: únicamente escuchaba.
Siddharta
sintió la felicidad de confesarse a tal oyente, de hundir en su
corazón su propia vida, la propia búsqueda, el propio sufrimiento.
Al
finalizar el relato, sin embargo, cuando habló del árbol junto al
río y de su profundo desfallecimiento, del sagrado Om y de cómo
después del sueño se había sentido mucho mejor, el barquero
escuchó con doble atención, totalmente entregado, con los ojos
cerrados. No obstante, Siddharta enmudeció, transcurrió un largo
silencio hasta que Vasudeva empezó a decir:
-Es
lo que yo me imaginaba. El río te ha hablado. También es amigo
tuyo, también él te habla. Esa es una buena señal, muy buena.
Quédate conmigo, Siddharta, amigo. Tenía una esposa, su cama está
junto a la mía; pero ha muerto ya hace mucho tiempo, y vivo solo.
Convive conmigo: hay sitio y comida para ambos.
-Te
lo agradezco -declaró Siddharta-. Te lo agradezco y acepto. Y
también te doy las gracias por haberme escuchado tan bien. Hay pocas
personas que sepan escuchar, y no encontré a nadie que lo hiciera
como tú. También quiero aprender esto de ti.
-Lo
aprenderás -contestó Vasudeva-, pero no de mí. Yo lo aprendí del
río, a ti también te lo enseñará. El río lo sabe todo y todo se
puede aprender de él. Mira, ya te has enterado por el agua de que es
necesario dirigirse hacia abajo, descender, buscar la profundidad. El
rico y distinguido Siddharta se convierte en remero; el sabio brahmán
Siddharta se convierte en barquero; también eso te lo ha enseñado
el río. Progresarás asimismo con el resto.
Después
de una larga pausa, preguntó Siddharta:
-¿Qué
resto, Vasudeva?
-Se
ha hecho tarde -contestó-. Vayamos a dormir. No te puedo decir yo el
«resto», amigo. Ya lo sabrás, quizá ya los has estudiado. Mira,
yo no soy un sabio, y no sé hablar y tampoco pensar. Sólo sé
escuchar y ser piadoso: no he aprendido otra cosa. Si lo supiera
decir y enseñar, quizá fuera un sabio; así, sin embargo, sólo soy
un barquero y mi deber es cruzar a la gente por este río. He cruzado
a muchos, a miles, y para todos ellos mi río sólo ha sido un
obstáculo en sus itinerarios. Viajaban por dinero y negocios, iban a
bodas y romerías; el río se interponía en su camino y el barquero
estaba allí para pasarlos rápidamente sobre ese obstáculo. Pero
para algunos entre miles, para muy pocos, el río dejaba de ser un
obstáculo; ellos han oído su voz, la han escuchado, y el río se ha
convertido para ellos en algo sagrado, igual que para mí. Y ahora
vámonos a descansar, Siddharta.
Siddharta
se quedó con el barquero y aprendió a manejar la barca; y si no
tenía trabajo con la barca, ayudaba a Vasudeva en el campo de arroz,
recogía la madera, cosechaba los frutos del bananero. Aprendió a
construir un remo, y a reparar la embarcación, y a trenzar cestos.
Estaba alegre por todo lo que aprendía y los días y los meses
pasaban con rapidez.
Pero,
más de lo que podía enseñarle Vasudeva, le instruía el río. De
él aprendía continuamente. Sobre todo le enseñó a escuchar, a
atender con el corazón tranquilo, con el alma serena y abierta, sin
pasión, sin deseo, sin juicio ni opinión.
Le
gustaba vivir al lado de Vasudeva, y a veces cambiaba unas palabras,
pocas, pero bien pensadas. Vasudeva no era amigo de palabras: pocas
veces lograba hacerle hablar.
-¿También
has aprendido tú -le preguntó una vez-, has aprendido del río el
secreto de que no existe el tiempo?
El
rostro de Vasudeva se iluminó con una radiante sonrisa.
-Sí,
Siddharta -contestó-. ¿Quieres decir esto: que el río está en
todas partes a la vez? ¿En su fuente y en la desembocadura, en la
cascada, en la balsa, en la catarata, en el mar, en la montaña, en
todas partes a la vez? ¿Y que para él sólo existe el presente y
desconoce la sombra del futuro?
-Eso
es -repuso Siddharta-. Y cuando lo conocí, descubrí mi vida, que
también era un niño, y el niño Siddharta, el hombre Siddharta, el
viejo Siddharta sólo estaban separados por sombras, por nada real. Y
tampoco los nacimientos anteriores de Siddharta eran pasado, ni su
muerte y su renacimiento al Brahma han sido futuro. Nada fue, ni
será; todo es, todo tiene esencia y presente.
Siddharta
hablaba encantado: la inspiración le había producido una profunda
felicidad. Más, ¿no era tiempo todo el sufrimiento? ¿No era todo
él temor y tortura, el tiempo? ¿No se superaba y alejaba todo lo
difícil y hostil en el mundo, si se superaba el tiempo, si se lo
anulaba? Había hablado gozoso. Pero Vasudeva le sonrió con el
rostro iluminado e hizo un gesto de afirmación. En silencio pasó su
mano por el hombro de Siddharta y regresó a su trabajo.
Y
otra vez, cuando en la estación de las lluvias el río crecía y el
rugido aumentaba poderoso, manifestó Siddharta:
-¿Verdad,
amigo, que el río tiene muchas, muchísimas, voces? ¿No posee la
voz de un rey y de un guerrero, la de un toro y la de un pájaro
nocturno, la de una pantera y la de un hombre que suspira, y otras
voces más?
-Así
es -declaró Vasudeva-. Todas las voces de la creación están en el
río.
-
¿Y puedes descifrar lo que dicen -continuó Siddharta- cuando oyes
sus diez mil tonos a la vez?
El
rostro de Vasudeva sonreía feliz, se inclinó hacia Siddharta y le
dijo al oído lo que el sagrado Om le había comunicado: lo mismo que
antes había dicho a Siddharta. La sonrisa de Siddharta se parecía
cada vez más a la del barquero; era casi igual de brillante,
expresaba casi la misma felicidad, brillaba igual en sus mil pequeñas
arrugas; era equivalente en inocencia y en madurez.
Muchos
de los viajeros, al ver a los dos barqueros, los tenían por
hermanos. A menudo se sentaban por la noche en el tronco, junto a la
orilla; en silencio escuchaban el susurro del agua, que para ellos ya
no era la corriente, sino la voz de la vida, de la existencia, de lo
que siempre será. Y a veces ocurría que al escuchar ambos al río,
pensaban en las mismas cosas, en una conversación de anteayer, en un
viajero cuya cara y destino les interesaba, en la muerte, en su
niñez; y los dos, en el mismo instante que habían escuchado del río
algo bueno, se miraban mutuamente, pensando ambos exactamente igual,
se sentían felices ante la misma contestación por idéntica
pregunta.
Algunos
de los viajeros percibían que de la barca y de los barqueros emanaba
algo especial. A veces ocurría que un viajero, después de haber
observado la cara de los barqueros, empezaba a narrar su vida, sus
pesares, confesaba sus pecados y terminaba pidiendo consuelo y
consejo. En otras ocasiones, les pedían permiso para quedarse una
noche con ellos y así poder escuchar la voz del río. También
sucedía que llegaban curiosos a los que les habían contado que en
ese lugar vivían dos sabios, o magos, o santos. Los curiosos
preguntaban entonces, pero no recibían ninguna contestación; y
tampoco encontraban que fueran magos ni sabios, y sólo hallaban a
dos ancianos amables, que parecían mudos, extraños y seniles. Los
curiosos se reían y comentaban entre sí la buena fe y la necedad de
la plebe, que propagaba rumores sin fundamento.
Los
años pasaban y nadie se entretenía en contarlos. Un día llegaron
unos monjes, discípulos de Gotama, del buda, y pidieron que les
cruzaran a la otra orilla del río; los barqueros se enteraron por
ellos que les había llegado la noticia de que el majestuoso estaba
enfermo de gravedad y pronto moriría su última muerte humana, para
entrar en la redención.
No
pasó mucho tiempo, y llegó un nuevo grupo de monjes hasta la barca,
y otro, y monjes y viajeros no hablaban de otra cosa sino de Gotama y
su próxima muerte. De todas partes llegaba la gente atraída como
por arte de magia, para presenciar la muerte del gran buda, como si
se tratara de ir a una campaña o a la coronación de un rey; todos
dirigían sus pasos hacia el lugar en donde debería suceder algo
prodigioso, donde el más perfecto de ese tiempo debía entrar en la
gloria.
Durante
esos días, Siddharta pensaba frecuentemente en el moribundo, en el
gran profesor cuya voz había avisado a los pueblos, había
despertado a millares de gentes; en ese tono que también escuchó
Siddharta, igual que contempló su sagrado rostro. Pensaba en él
como en un viejo amigo, veía el camino de perfección ante sus ojos,
y sonriendo recordaba las palabras que de joven había dirigido al
majestuoso. Ahora le parecían términos orgullosos e impertinentes:
los recordaba sonriente. Hacía ya mucho que no se sentía separado
de Gotama, cuya doctrina no había querido aceptar. No, el que
realmente quiere encontrar, y por ello busca, no puede aceptar
ninguna doctrina. Pero el que ha encontrado, ya puede aceptar
cualquier doctrina, cualquier camino u objetivo; a éste ya no le
separa nada de los miles restantes que viven en lo eterno, que
respiran lo divino.
Uno
de esos días, cuando tantos peregrinaban hacia el buda moribundo,
también lo hizo Kamala, que en otros tiempos fue la más bella
cortesana. Hacía ya tiempo que se había retirado de su vida
anterior; había regalado su jardín a los monjes de Gotania, se
había refugiado en su doctrina y pertenecía al número de las
amigas y bienhechoras de los peregrinos. Junto con el pequeño
Siddharta, su hijo, se había puesto en camino al recibir la noticia
de la próxima muerte de Gotama.
Iba
a pie y vestida con sencillez. Con su chiquillo andaba por la orilla
del río; pero el niño se cansó pronto, quería regresar,
descansar, comer. Estaba impaciente y lloriqueaba. Kamala tuvo que
detenerse varias veces, el pequeño se hallaba acostumbrado a imponer
su voluntad, y Kamala debía darle comida y consuelo. El niño no
comprendía por qué tenía que hacer aquella penosa y triste
peregrinación con su madre, hacia un lugar desconocido, hacia un
hombre extraño, pero que era un santo y se estaba muriendo. ¿Qué
le importaba al chiquillo que se muriera? Los peregrinos no se
hallaban lejos de la barca de Vasudeva cuando el pequeño Siddharta
obligó a descansar otra vez a su madre. También Kamala se
encontraba fatigada, y mientras el muchacho se comía un plátano,
sentose ella en el suelo, cerró un poco los ojos y se dispuso a
descansar. Pero de improviso, Kamala lanzó un grito de dolor; el
muchacho la miró asustado y vio cómo las mejillas de su madre
estaban pálidas de horror. Debajo de su vestido asomó una pequeña
serpiente negra, que acababa de morder a Kamala.
Los
dos juntos echaron a correr en busca de otros seres humanos, y pronto
llegaron cerca de la barca. Allí se desplomó Kamala, pues no pudo
continuar en pie. El niño abrazó y besó a su madre mientras no
cesaba de gritar; también Kamala pidió socorro hasta que sus gritos
llegaron a oídos de Vasudeva, que se encontraba junto a la barca. Se
les acercó rápidamente, cogió a la mujer entre sus brazos y la
llevó a la barca, mientras el pequeño corría a su lado. Pronto
llegaron a la choza donde se encontraba Siddharta encendiendo el
fuego de la cocina.
Levantó
la vista y lo primero que vio fue al niño, que le recordaba de una
manera extraña cosas pasadas. Seguidamente contempló a Kamala, a la
que reconoció inmediatamente, a pesar de encontrarse desmayada en
brazos del barquero. Ahora comprendió también que el rostro del
pequeño le llamó la atención porque era su propio hijo, y el
corazón le saltó dentro del pecho.
Lavaron
la herida de Kamala, pero ya estaba negra, el vientre de la mujer se
había hinchado. Le dieron a beber una tisana. Poco a poco Kamala
volvió en sí; yacía en el lecho de Siddharta, en la choza.
Inclinado a su lado se encontraba Siddharta, el que en otros tiempos
la había amado tanto.
Le
parecía un sueño. Sonriente miró el rostro de su amigo; únicamente
percatose de su situación poco después. Recordó la mordedura... y
llamó temerosa al pequeño.
-No
te preocupes, está aquí -declaró Siddharta.
Kamala
le miró a los ojos. Empezó a hablar con lengua pesada, debido a la
paralización del veneno.
-Te
has vuelto viejo, querido -dijo-. Tus cabellos ya son grises. Pero
aún pareces el joven samana que se acercó a mi jardín sin vestido
y con los pies polvorientos. Te asemejas más a él ahora que cuando
nos abandonaste a Kamaswami y a mí. Sobre todo en los ojos,
Siddharta. Sí, yo también me he vuelto vieja... ¿Me has
reconocido?
Siddharta
sonrío.
-Al
momento, Kamala querida.
Kamala
señaló a su hijo y continuó:
-¿Y
a él? Es tu hijo.
Siddharta
desvió la mirada y cerró los ojos.
El
pequeño echose a llorar. Siddharta lo sentó en sus rodillas y le
dejó que llorase. Acarició sus cabellos y al contemplar el rostro
infantil, se acordó de una oración de los brahmanes que había
aprendido siendo niño. Empezó a pronunciarla lentamente, como un
cántico; el pasado y la niñez le dictaban los versos. Y con ese
canto monótono el niño se tranquilizó. De vez en cuando todavía
lloriqueaba, pero por fin se durmió.
Siddharta
lo depositó en la cama de Vasudeva. El barquero se hallaba en la
cocina y preparaba un poco de arroz. Siddharta le miró y Vasudeva
contestó con una leve sonrisa.
-Morirá
-balbuceó Siddharta, en voz baja.
Vasudeva
afirmó con la cabeza. Su amable rostro se hallaba iluminado por el
fuego de la cocina. Kamala volvió en sí otra vez. El dolor le
contraía el semblante, los ojos de Siddharta notaban el sufrimiento
en su boca y en sus pálidas mejillas. Lo leía en silencio, con
atención, esperando, entregado al sufrimiento. Kamala se percató y
buscó su mirada.
Luego
manifestó:
-Ahora
me doy cuenta de que tus ojos también han cambiado. ¿En qué
conozco que tú eres Siddharta? Lo eres y no lo eres.
Siddharta
no habló. En silencio fijó sus ojos en los de Kamala.
-¿Lo
has conseguido? -preguntó Kamala-. ¿Has encontrado la paz?
Siddharta
sonrió y colocó su mano sobre la de Kamala.
-Ya
me doy cuenta -continuó Kamala-. Ya lo veo. Yo también encontraré
la paz.
-La
has hallado -repuso Siddharta, en un susurro.
Kamala
continuaba con la mirada fija en los ojos de Siddharta. Pensó que
había querido peregrinar hacia Gotama para ver el rostro de una
persona perfecta, para respirar la paz, y en vez de Gotama se había
encontrado con Siddharta. Pero todo había salido bien, como si
hubiera visto al perfecto e iluminado. Quiso decírselo a Siddharta,
pero la lengua ya no le obedecía. Continuó Siddharta mirándola en
silencio, y notó cómo la vida se apagaba en sus ojos. Cuando el
último dolor estremeció sus ojos y los veló al contraerse sus
miembros por última vez, Siddharta le cerró los párpados con los
dedos.
Durante
mucho tiempo permaneció sentado mirando la cara de Kamala. Contempló
su boca, cansada y vieja, con sus labios delgados, y se acordó de
que en la primavera de su vida la había comparado con un higo recién
abierto. Durante mucho tiempo leyó en el rostro pálido las arrugas
del cansancio, se llenó de esa imagen y vio entonces su propia cara,
igual de blanca y de marchita; a la vez pudo observar los dos rostros
jóvenes, de labios rojos, de ojos ardientes..., y la sensación de
presente y simultaneidad le llenó totalmente, con un sentimiento de
eternidad.
En
ese momento sentía más profundamente que nunca el carácter
indestructible de toda la vida, de la eternidad de cada instante.
Cuando
se levantó, Vasudeva había preparado un poco de arroz. Pero
Siddharta no comió. Prepararon un lecho en el establo, donde se
hallaba la cabra, y Vasudeva se marchó a dormir.
Siddharta,
en cambio, salió y pasó toda la noche delante de la cabaña,
escuchando al río que bañaba el pasado, rodeado a la vez de todos
los tiempos de su vida. De vez en cuando, se acercaba a la puerta de
la cabaña para saber si dormía el niño.
Muy
pronto, de madrugada, aun antes de salir el sol, salió Vasudeva de
la cuadra y se acercó a su amigo.
-No
has dormido -le dijo.
-No,
Vasudeva. He permanecido aquí y he escuchado la voz del río. Me ha
dicho muchas cosas, me ha llenado profundamente con la idea de la
unidad.
-Has
sufrido, Siddharta, pero veo que la tristeza no ha entrado en tu
corazón.
-No,
amigo. ¿Cómo podría estar triste? Yo, que he sido rico y feliz,
ahora lo soy todavía más. Me han regalado a mi hijo.
-Bien
venido sea tu hijo. Pero ahora, Siddharta, empecemos a trabajar, pues
hay mucho por hacer. Kamala ha muerto en el lecho en que murió mi
esposa. También haremos fuego en la misma colina en que encendí la
hoguera para mi mujer.
Y
mientras el niño seguía dormido, levantaron la pira.
-EL
HIJO-
El
niño había presenciado el funeral de su madre con timidez y
lloriqueos; asustado y sombrío había escuchado a Siddharta, que le
saludaba como hijo y le daba la bienvenida a la choza de Vasudeva.
Durante
varios días quiso permanecer en la colina de su madre muerta; se
hallaba demacrado, sin apetito. Cerraba los ojos y el corazón; se
rebelaba obstinadamente contra su destino. Siddharta le trató con
tacto y le dejó hacer: respetó su duelo. Comprendió Siddharta que
su hijo no le conocía, y por lo tanto, no podía amarle como a un
padre. Paulatinamente, también se dio cuenta de que ese niño, que
ya tenía once años, era una personilla mimada, pues fue criado
entre algodones, educado en las costumbres de los adinerados: comidas
exquisitas, cama blanda, órdenes a los criados. Siddharta comprendió
que entre sus hábitos y la pena, no podía contentarse de repente,
con buena voluntad, ante la pobreza.
No
le obligó a hacer nada, le sirvió paciente y le guardó siempre la
mejor ración. Esperaba ganarle poco a poco, con amable paciencia.
Cuando
llegó el niño, Siddharta se creyó rico y feliz. Sin embargo, al
observar que el tiempo pasaba y el chico continuaba siendo extraño y
sombrío, al ver que mostraba un corazón orgulloso y terco, que no
quería trabajar ni respetar a los viejos, pero sí robar de los
árboles frutas de Vasudeva, entonces Siddharta empezó a entender
que con su hijo no le había llegado la paz y la felicidad, sino la
pena y la preocupación.
No
obstante, Siddharta amaba al muchacho, y prefería los disgustos del
amor, a su anterior paz y felicidad sin el pequeño.
Desde
que el joven Siddharta vivía en la cabaña, los viejos se habían
tenido que repartir la tarea. Vasudeva cumplía el deber de barquero,
otra vez solo, y Siddharta hacía el trabajo de la vivienda y del
campo, para mantenerse cerca de su hijo.
Durante
mucho tiempo, incluso largos meses, Siddharta esperó inútilmente
que su hijo le comprendiera, que aceptara su amor, que quizá le
correspondiera. Vasudeva esperó durante muchos meses; confiaba y
callaba. Un día el joven Siddharta vejó una vez más a su padre con
su testarudez y sus caprichos, y le rompió dos fuentes de arroz;
aquella noche, Vasudeva llamó a su amigo y habló con él.
-Perdóname
-empezó-. Te hablo con el corazón de un amigo. Veo que tienes
preocupaciones, problemas. Tu hijo amado te preocupa, y también me
inquieta a mí. El joven pájaro está acostumbrado a otra vida, a
otro nido. No se ha escapado, como tú, de la riqueza y de la ciudad
por hastío o aburrimiento, sino que lo ha abandonado en contra de su
voluntad. Pregunté al río, amigo; muchas veces le he interrogado.
Pero la corriente se ríe de mí y de ti, y se burla de nuestra
necedad. El agua quiere estar junto al agua, la juventud con la
juventud. Tu hijo no se encuentra en el lugar apropiado para poder
desarrollarse bien. ¡Pregunta también al río, y sigue su consejo!
Siddharta
observó el amable semblante, en cuyos innumerables surcos se
albergaba una continua serenidad.
-Pero,
¿puedo yo separarme de él? -preguntó Siddharta en voz baja,
avergonzado-. ¡Deja que pase un tiempo, amigo! Mira, yo lucho por
ganar el corazón de mi hijo, me esfuerzo con paciencia y amor,
quiero conseguirlo. También el río llegará a hablarle a él.;
también tiene vocación. La sonrisa de Vasudeva se hizo más
afectuosa.
-Pues
claro, también el pequeño tiene vocación y sirve para la vida
eterna. No obstante, ¿sabemos nosotros, tú y yo, qué vocación
tiene, qué vida le espera, qué obras y qué sufrimientos? Sus
dolores no serán pocos, ya que su corazón es orgulloso y duro, y
esas personas tienen que sufrir mucho, equivocarse infinidad de
veces, cometer innumerables injusticias, pecar una y otra vez. Dime,
amigo, ¿no educas a tu hijo? ¿No le obligas? ¿No le pegas? ¿No le
castigas?
-No,
Vasudeva, no hago nada de eso.
-Me
lo imaginaba. No le obligas, ni le pegas, ni le mandas, y es que
sabes que lo blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más
potente que la roca, que el amor es más vigoroso que la violencia.
Conforme, y te elogio. Sin embargo, ¿no te equivocas pensando que no
le obligas ni castigas? ¿No te atas con tu amor? ¿ No le
avergüenzas día a día y le dificultas sus obras con tu bondad y
paciencia? ¿No obligas al muchacho arrogante y mimado a vivir en una
choza con dos viejos que se alimentan de plátanos y para los que un
plato de arroz es un bocado exquisito? Nuestros pensamientos nunca
podrán ser los suyos, igual que nuestro corazón viejo y quieto
lleva otra marcha, que no es la suya. ¿No crees que ya ha sido
bastante castigado con todo ello?
Siddharta
bajó la cabeza, consternado. En voz baja preguntó:
-¿Qué
me aconsejas que debo hacer?
Vasudeva
continuó:
-Llévale
a la ciudad, a casa de su madre. Allá todavía estarán los criados;
déjale con ellos. Y si no los hay, condúcelo a casa de un profesor,
no por lo que le pueda enseñar, sino para que se halle junto a otros
chicos y chicas de su edad, en ese mundo que es el suyo. ¿Nunca lo
pensaste?
-Tú
lees en mi corazón -repuso Siddharta-. A menudo lo pensé. Pero oye,
¿cómo puedo trasladarlo a ese mundo, si tiene débil el corazón?
¿No se volverá disoluto, no se perderá entre los placeres y el
poder? ¿No repetirá los errores de su padre? ¿No se hundirá para
siempre en el sansara?
La
sonrisa del barquero se iluminó. Suavemente oprimió el brazo de
Siddharta y declaró:
-
¡Pregunta al río, amigo! ¡Escucha su risa! ¿Realmente crees que
has cometido tú esas necedades para ahorrárselas a tu hijo? ¿Acaso
puedes protegerlo contra el sansara? ¿Y cómo? ¿Con la doctrina,
con oraciones, advertencias? Amigo, ¿has olvidado totalmente aquella
historia, la del hijo de un brahmán, llamado Siddharta, que me
contaste aquí mismo? ¿Quién ha protegido del sansara al samana
Siddharta? ¿Quién del pecado, de la codicia, de la necedad? ¿Le
pudo custodiar la piedad de su padre, las advertencias de los
profesores, sus propios conocimientos, su propia búsqueda? ¿Qué
padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo viva la
vida, se ensucie con la existencia, se cargue de culpabilidad, beba
el brebaje amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿acaso crees que ese
camino se lo podías ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque
le amas y desearías ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te
murieras diez veces por él, no conseguirías apartarle lo más
mínimo de su destino.
Jamás
Vasudeva había gastado tantas palabras. Siddharta se lo agradeció
amablemente; preocupado, regresó a la cabaña y durante mucho tiempo
no logró conciliar el sueño. Vasudeva no le había dicho nada que
antes no hubiera advertido y reflexionado. Pero era una idea que no
podía poner en práctica; el amor hacia el muchacho era más fuerte
que el conocimiento de la realidad, su cariño era más fuerte que el
temor a perderlo. ¿Se había preocupado antes su corazón tan
profundamente por algo? Jamás había amado a una persona tan
ciegamente, nunca sufrió tanto por nadie, encontrándose feliz y
desdichado a la vez.
Siddharta
no era capaz de seguir el consejo de su amigo: no podía abandonar a
su hijo. Se dejó mandar y despreciar por el muchacho. Callaba y
esperaba; diariamente empezaba la lucha silenciosa de la amabilidad,
de la paciencia. También Vasudeva se callaba y esperaba, amable,
sabio, indulgente. Ambos eran maestros en la paciencia.
En
una ocasión, como las facciones del muchacho le recordaran mucho a
Kamala, Siddharta se vio obligado a pensar en una frase que le dijo
Kamala una vez.
«Tú
no sabes amar», le había manifestado.
Y
Siddharta le había dado la razón. Y entonces se comparó con una
estrella, y a los humanos con las hojas secas que se desprenden de
los árboles; mas a pesar de todo, Siddharta advirtió en aquella
frase un reproche. Realmente, nunca había podido perderse ni
entregarse totalmente a una persona; olvidarse de sí mismo y cometer
necedades por amor a otro; no, jamás supo hacerlo y ésta -así se
lo parecía- había sido la gran diferencia que le separaba de los
pueriles humanos.
No
obstante, ahora, desde que tenía a su hijo, también Siddharta se
había convertido en un ser humano: sufría por una persona ajena, la
amaba, y perdido por su amor se había convertido en un necio.
También Siddharta sentía ahora, por primera vez en su vida, aunque
tarde, aquella pasión, la más fuerte y especial pasión; sufría
por ella, penaba extraordinariamente, y sin embargo, a la vez
experimentaba una felicidad, una renovación, una nueva riqueza.
Se
daba perfecta cuenta de que ese amor ciego hacia su hijo era una
verdadera pasión; algo muy humano, un sansara, una fuente turbia, un
agua oscura. A pesar de ello, a la vez sentía que le era valioso,
necesario, como su propio ser. También se tenía que satisfacer
aquel placer, también se tenían que probar esos dolores, también
se debían cometer esas necedades.
Mientras
tanto, el hijo le dejaba cometer esas necedades, y consentía que se
humillara diariamente ante sus caprichos. Ese padre no poseía nada
que pudiera admirar el muchacho, nada que le hiciera temer. Era un
buen hombre, bondadoso, amable, quizá piadoso, o un santo..., pero
estas cualidades no podían convencer al joven. Le aburría ese padre
que le encerraba en aquella miserable choza; se cansaba que a cada
grosería suya le contestara con una sonrisa, a cada insulto con un
gesto de amabilidad, a cada malicia con bondad. Eso era precisamente
lo que más odiaba del viejo. El muchacho habría preferido que le
amenazara, que le maltratase.
Y
llegó el día en que estallaron los sentimientos del joven
Siddharta, y se dirigieron directamente contra su padre. Le había
dado éste una orden que recogiera leña. Pero el chico no salía de
la choza; permaneció allí testarudo y furioso; pataleó, apretó
los puños, y en pleno acceso arrojó todo su odio y desprecio a la
cara del padre.
-¡Busca
tú mismo la leña! -le gritó excitado-. Yo no soy tu criado. Ya sé
que no me pegas, que no te atreves; ya sé que con tu piedad y
paciencia continuamente me quieres castigar y seducir. ¡Deseas que
sea como tú: piadoso, amable, sabio! Sin embargo, escúchame:
¡Prefiero ser un ladrón o un asesino e irme al infierno, antes que
ser como tú! ¡Te odio! ¡No eres mi padre, aunque hayas sido diez
veces el amante de mi madre!
La
ira y el disgusto le desbordaron, cien palabras funestas se lanzaron
contra el padre.
Seguidamente
el muchacho desapareció corriendo y no regresó hasta la última
hora del crepúsculo. Sin embargo, a la mañana siguiente, había
desaparecido; Tampoco hallaron el pequeño cesto de mimbre de dos
colores en el que los barqueros guardaban las monedas de plata y
cobre que recibían, como paga de su trabajo. Igualmente se había
perdido la barca. Siddharta la vio en la otra orilla del río. Su
hijo se había escapado.
-Debo
seguirle -se dijo Siddharta, que todavía temblaba por los insultos
del muchacho, el día anterior-. Un niño no puede cruzar solo el
bosque. Se perderá. Tendremos que construir un bote, Vasudeva, para
llegar a la otra orilla.
-Haremos
una lancha -contestó Vasudeva- para ir a buscar la barca que el
joven se ha llevado. Pero a él deberías dejarle correr, amigo. Ya
no es un niño, sabrá arreglárselas. El muchacho busca el camino de
la ciudad, y tiene razón, no lo olvides. Hace lo que tú mismo has
olvidado hacer. Se preocupa por sí mismo, sigue su camino.
Siddharta, veo que sufres, pero son tormentos de los que uno puede
reírse, y tú te burlarás de ellos muy pronto.
Siddharta
no contestó.
Ya
tenía el hacha entre las manos y empezó a construir un bote de
bambú. Vasudeva le ayudaba para atar las cañas con cuerdas de
hierbas. Entonces abandonaron la orilla, la corriente los llevó río
abajo; en la otra ribera arrastraron al bote corriente arriba.
-¿Para
qué te has traído el hacha? -inquirió Siddharta.
Vasudeva
contesto:
-Podría
ocurrir que el remo de nuestra embarcación se hubiera perdido.
Sin
embargo, Siddharta sabía lo que su amigo pensaba. Creía que el
muchacho habría roto o arrojado el remo para vengarse, y a la vez
impedir que le siguieran. Y, realmente, en la barca no había remo.
Vasudeva señaló el suelo de la barca y fijó la mirada en su amigo
con una sonrisa, como si quisiera decir: «¿No ves lo que tu hijo
desea decirte? ¿No te das cuenta de que no quiere que le sigas?»
Pero no lo expuso con palabras.
Tomó
el hacha y empezó a cortar un nuevo remo. No obstante, Siddharta se
despidió para ir a buscar al fugitivo. Vasudeva no se lo impidió.
Cuando
Siddharta llevaba ya mucho tiempo en el bosque, se dio cuenta de la
inutilidad de la búsqueda. Pensó que el zagal ya se le habría
adelantado mucho, llegando entonces a la ciudad, o bien, si todavía
estaba en camino, se escondía de él. Al seguir reflexionando
comprendió que realmente no se preocupaba de su hijo; en su interior
tenía la certeza de que no le había sucedido nada y que en el
bosque no le amenazaba ningún peligro. A pesar de ello, corría sin
descanso, no ya para salvarle, sino sólo por el fuerte deseo de
verle una vez más. Y así llegó hasta la ciudad.
En
la carretera ancha, cerca de la población, se detuvo ante la entrada
del hermoso parque que antes fuera propiedad de Kamala, allí donde
la vio por primera vez, sentada en su litera. Su alma despertó. De
nuevo se vio allí de joven, un samana barbudo y desnudo, con el
cabello polvoriento. Siddharta se quedó durante mucho tiempo ante la
puerta y observó el interior del jardín. Pudo ver allí monjes de
hábito amarillo paseándose bajo los frondosos árboles.
Permaneció
en el mismo lugar un buen rato; pensó, recordó la imagen, escuchó
la historia de su vida. Mucho tiempo contempló a los monjes, pero
viendo a los jóvenes Siddharta y Kamala bajo los altos árboles. Con
claridad observó cómo Kamala le entregaba el primer beso; vio a
Siddharta que sentía desprecio y orgullo por su antigua vida de
brahmán, y buscaba afanosamente y con vanidad la vida mundana.
También
pudo percibir a Kamaswami, a los criados, vio las fiestas, los
jugadores de dados, los músicos; sintió que el pájaro de Kamala
vivía otra vez, respiró el sansara, volviose a encontrar viejo y
cansado, hastiado, deseoso de suicidarse. Y por segunda vez le salvó
el Om.
Después
de permanecer junto a la puerta del parque, Siddharta comprendió que
era necio el deseo que le había conducido hasta aquel lugar: no
podía ayudar a su hijo, no debía atarse a su hijo.
Dentro
de su corazón sentía el profundo amor hacia el muchacho, como si se
tratara de una herida; pero, a la vez, esa herida no era dolorosa,
sino que se convertiría en una brillante flor. Se puso triste porque
hasta entonces aún no había brotado la flor, ni siquiera brillaba.
Ahora tan sólo existía el vacío en aquel mismo lugar en el que
había ido a buscar a su hijo. Se sentó tristemente, experimentó
como si algo muriese en su corazón; un vacío, una desilusión, una
falta de objetivo. Se encontraba allí ensimismado, esperando. Lo
había aprendido del río: aguardar, tener paciencia, escuchar.
Y
se hallaba allí, contemplando el polvo del camino, atendiendo a su
corazón triste y cansado: esperaba la voz. Durante muchas horas
permaneció aguardando; ya no podía ver ninguna imagen, estaba
hundido en el vacío, se hundía sin ver el camino.
Y
cuando sentía el dolor de la herida, hablaba en silencio con el Om
se llenaba del Om. Los monjes del jardín le vieron; al notar que se
quedaba allí durante horas y horas y que en su cabello gris se
depositaba el polvo, uno de ellos se le acercó y le colocó a su
lado dos frutos del bananero. El anciano no los vio.
Una
mano que tocó su hombro le despertó del sueño. Inmediatamente
reconoció aquel contacto cariñoso; avergonzado volvió en sí. Se
levantó y saludó a Vasudeva, que le había seguido a distancia. Al
ver la cara cordial de Vasudeva, con sus ojos serenos, arrugados por
la sonrisa, también sonrió Siddharta.
Ahora
advirtió los frutos del bananero; los levantó, dio uno al barquero
y se comió el otro. En silencio regresó con Vasudeva al bosque, a
la barca. Ninguno de los dos habló sobre lo sucedido, nunca más
nombraron al muchacho; jamás se mencionó la fuga, en ningún
momento se renovó la herida.
Al
llegar a la cabaña, Siddharta se tendió encima del lecho. Poco
después, Vasudeva se le acercó para ofrecerle una copa de leche de
coco, pero Siddharta ya dormía.
-OM-
Durante
mucho tiempo aún se resentía de la herida. Siddharta tuvo que pasar
por el río muchos viajeros que iban acompañados de un hijo o una
hija. Le era imposible fijarse en ellos sin sentir envidia, sin
pensar: «Tantas personas, tantos miles de personas poseen la más
dulce felicidad. ¿Y por qué yo no? Incluso son personas malas,
bandidos y ladrones, y tienen hijos y los aman, y son amados por
ellos. Únicamente yo no lo tengo.»
Pensaba
con tanta simpleza, que Siddharta ahora se parecía a esos seres
humanos que nunca pierden el fondo infantil.
Ahora
observaba a las personas desde otro ángulo distinto; quizá menos
inteligente y menos orgulloso, pero más cálido, más cariñoso, con
más interés. Cuando cruzaban viajeros corrientes, gentes
infantiles, comerciantes, guerreros, mujeres..., ya no se mostraba
tan asombrado de esas personas como antes. Los comprendía y se
interesaba por su vida, que no se guiaba por raciocinios y
conocimientos, sino únicamente por instintos y deseos. Ahora sentía
igual que ellos.
Aunque
Siddharta se encontraba cerca de la perfección, llevaba consigo la
última herida; ahora le parecía que esos humanos pueriles eran sus
hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos perdían ante él lo
ridículo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso
venerables. El amor ciego de una madre hacia su hijo, el orgullo
estúpido de un padre presumido por su único vástago, el afán
ofuscado de una mujer joven y frívola por las joyas, por la mirada
de admiración de los hombres..., todos esos instintos y pasiones
simples y necias, pero de enorme fuerza, se imponían ahora ante
Siddharta con un poder avasallador; ya no eran chiquilladas. Se daba
cuenta de que por todo ello la gente vivía, deseaba lograr una
infinidad de metas, efectuaba viajes, combatía en guerras, sufría
infinitamente, soportaba hasta lo indecible. Por ello, Siddharta los
amaba; veía en ellos la vida, la existencia, lo indestructible; el
Brahma se hallaba en cada una de sus pasiones, de sus obras. Esos
seres le eran simpáticos y admirables por su ciega fidelidad, por su
ofuscada fuerza y resistencia. No les faltaba nada; y sin embargo, el
sabio y el filósofo sólo les aventajaba en un detalle diminuto: la
conciencia, la idea consciente de la unidad de toda la vida.
Y
Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa idea o conocimiento tenía
valor, o si quizá se trataba también de otra necedad de los humanos
pensadores. En todo lo demás, los seres mundanos eran iguales a los
sabios, incluso a menudo los superaban, como también los animales,
al obrar con fortaleza y sin dejarse inmutar.
Poco
a poco maduraba en Siddharta la plena conciencia de saber lo que
realmente era sabiduría, la meta de su larga búsqueda. Sin embargo,
no se trataba más que de una disposición de alma, de una capacidad,
de un arte secreto de poder pensar la teoría de la unidad en
cualquier momento, en medio de la vida, de poder sentir y respirar
esa unidad.
Paulatinamente
se abría esa flor en su interior, se reflejaba en el arrugado rostro
aniñado de Vasudeva: armonía, conocimiento de la eterna perfección
del mundo, sonrisa, unidad. No obstante, la herida le dolía aún;
Siddharta pensaba en su hijo con ansiedad y amargura, mantenía su
amor y afecto dentro de su corazón, permitía que el dolor le
consumiera, cometía todas las necedades del amor. La llama no se
podía apagar por sí sola.
Y
un día, cuando la herida le desgarraba, Siddharta cruzó la otra
orilla del río con ansiedad, se bajó de la barca y se encontró
dispuesto a dirigirse a la ciudad, en busca de su hijo. El río se
deslizaba suavemente, en silencio, ya que era el tiempo de la sequía.
Sin embargo, su voz sonaba de manera extraña: ¡Reía!
Sencillamente,
el río se reía. Evidentemente se reía del viejo barquero.
Siddharta se detuvo, se inclinó hacia el agua para poderla escuchar
mejor, y vio reflejado su rostro; aquella cara le recordaba cosas
pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel rostro se parecía
mucho a otro que él había conocido, amado e incluso temido. Se
parecía al de su padre, el brahmán. Y recordó que hacía mucho
tiempo, de joven, había obligado a su padre a que le dejara
marcharse con los ascetas; y luego fue su despedida, su marcha y su
aplazado regreso. ¿No había sufrido su padre la misma pena que hoy
sufría Siddharta por su hijo? ¿No había muerto su padre hacía
tiempo, solo, sin haber visto a su hijo una vez más? ¿Por qué no
tenía que esperar Siddharta la misma suerte? ¿No se trataba de una
farsa, de una circunstancia rara y estúpida, esa repetición, ese
recorrer el mismo círculo fatal?
El
río se reía. Sí, así era; todo lo que no se había terminado de
sufrir y solucionar, regresaba de nuevo. Siempre se volvían a sufrir
las mismas penas. Y Siddharta regresó a la barca, volvió a la choza
y siguió pensando en su padre, en su hijo, en el río que se
burlaba, en su enemistad consigo mismo. Iba a desesperarse, incluso a
echarse a reír, con el propio río, de sí mismo y de todo el mundo.
Sí,
todavía no florecía la herida; el corazón aún se defendía contra
el destino. Todavía no brillaba la serenidad y la victoria del
sufrimiento. Pero Siddharta sentía la esperanza, y al regresar a la
choza un deseo irresistible le obligó a abrir su alma ante Vasudeva,
a mostrarle todo, a contarle todo al maestro de audiencia.
Vasudeva
se encontraba en la cabaña trenzando un cesto. Ya no conducía la
barca, pues sus ojos empezaban a volverse débiles; y no tan sólo le
fallaba la vista, sino también los brazos y las manos.
Lo
único que no cambiaba era su floreciente alegría y la serena
benevolencia del rostro. Siddharta se sentó junto al anciano y
empezó a hablar lentamente. Ahora contaba lo que nunca había dicho:
sobre su camino hacia la ciudad, de la herida dolorosa, de su envidia
al ver a otros padres felices, de su conocimiento, de la necedad ante
tales deseos, de su inútil lucha contra todo aquello. Lo contó
todo; podía decirle todo, incluso lo más delicado; a Vasudeva se le
podía explicar todo, mostrárselo, narrárselo. Le mostró su
herida, le contó su última fuga: cómo hoy se había dirigido al
otro lado del río, como un niño fugitivo, dispuesto a ir a la
ciudad. Y de cómo el río se le había burlado.
Habló
durante largo tiempo. Mientras se desahogaba. Vasudeva escuchaba con
su cara sonrosada; Siddharta sentía que esa atención de Vasudeva
era más fuerte que nunca. Notó que sus dolores y temores se le
transmitían, y cómo Vasudeva se los devolvía.
Mostrar
la herida a ese oyente era como bañarla en el río hasta que se
refrescara la herida y el cuerpo que la padecía. Y Siddharta
continuó hablando, reconociendo, confesando; cada vez se percataba
que el que le escuchaba ya no era Vasudeva, ya no era aquel hombre
inmóvil, que se impregnaba de su confesión como el árbol se empapa
con la lluvia; ese ser inmóvil era el propio río, el dios mismo, la
eternidad. En persona.
Y
a la vez que Siddharta dejaba de pensar en sí mismo y en su herida,
empezaba a comprender el cambio de Vasudeva; cuanto más lo sentía y
penetraba, menos sorprendente le parecía; percatábase entonces de
que todo era natural. Vasudeva ya hacía tiempo que estaba así, casi
desde siempre, únicamente que Siddharta no se había dado cuenta.
También a Siddharta le faltaba muy poco para llegar a ser igual que
Vasudeva. Sentía que ahora le miraba como el pueblo observa a los
dioses, y que esa situación no podía durar; su corazón comenzó a
despedirse de Vasudeva, mientras su boca continuaba hablando sin
detenerse.
Cuando
terminó, Vasudeva dirigió a él su mirada amable, ya algo débil;
no pronunció una palabra, su rostro silencioso expresaba amor y
serenidad, comprensión y sabiduría. Tomó la mano de Siddharta, la
condujo al banco junto a la orilla del río, y se sentó con él.
Vasudeva sonrió a la corriente.
-Le
has oído reír -comentó-. Pero no lo has oído todo. Escuchemos y
verás cómo dice más cosas.
Y
prestaron atención. El canto polífono del agua se oía suavemente.
Siddharta tenía la mirada fija en el río y en la corriente se le
aparecieron imágenes: su padre solitario, llorando por el hijo;
Siddharta mismo, también solitario y atado a su hijo con los lejanos
brazos del anhelo; también su hijo, el joven Siddharta, ansioso,
corriendo por la ardiente senda de los jóvenes deseos. Cada uno se
hallaba dirigido hacia su meta, obsesionado con su fin, sufriendo por
su objetivo. El río lo narraba todo con voz de sufrimiento, con
cantos ansiosos, tonalidades tristes, corrientes curiosas.
«¿Lo
oyes?», preguntó la mirada silenciosa de Vasudeva.
Siddharta
negó con la cabeza.
-¡Escucha
mejor! -susurró Vasudeva.
Siddharta
se esforzó por atender mejor. La imagen de su padre, la suya y la de
su hijo se juntaban; también se le apareció la figura de Kamala,
pero se deshizo; igualmente vio la imagen de Govinda y de otros, y
todas se entremezclaban y terminaban por desaparecer en el agua;
todas corrían como el río, hacia su meta, ansiosos, sufriendo. Y la
voz del río resonaba llena de ansiedad, de dolor, de un deseo
insaciable.
El
río corría hacia su meta. Siddharta observaba a ese río forjado
por él, por los suyos, por todas las personas a las que jamás había
visto. Todas las corrientes de agua se deslizaban con prisa,
sufriendo, hacia sus fines, y en cada meta se encontraban con otra, y
llegaban a todos los objetivos, y siempre seguía otro más; y el
agua se convertía en vapor, subía al cielo, se transformaba en
lluvia, se precipitaba desde el cielo, se convertía en fuente, en
torrente, en río, y de nuevo se deslizaba corriendo hacia su próximo
fin.
Pero
aquella voz ansiosa había cambiado. Aún sonaba con resabios de
sufrimiento y ansiedad, pero a ella se le unían otras voces de
alegría y sufrimiento, sonidos buenos y malos, que reían y
lloraban. Cien voces, mil voces.
Siddharta
escuchaba. Ahora tan sólo permanecía atento, totalmente entregado a
esa sensación; completamente vacío, sólo dedicado a asimilar, se
daba cuenta de que acababa de aprender a escuchar. Ya, en muchas
ocasiones, había oído las voces, el río, pero hoy sonaban
diferentes. Ya no podía diferenciar las alegres de las tristes, las
del niño y las del hombre: todas eran una, el lamento, el anhelo y
la risa del sabio, el grito de ira y el suspiro del moribundo. Todo
era uno, todo permanecía estrechamente enlazado, y mil veces
entremezclado.
Y
todo aquello unido era el río, todas las voces, los fines, los
anhelos, los sufrimientos, los placeres; el río era la música de la
vida. Y cuando Siddharta escuchaba con atención al río, podía oír
esa canción de mil voces; y sino escuchaba el dolor ni la risa, si
no ataba su alma a una de aquellas voces y no penetraba su yo en ella
ni oía todas las tonalidades, entonces percibía únicamente el
total, la unidad. En aquel momento, la canción de mil voces,
consistía en una sola palabra: el Om, la perfección.
«¿Lo
oyes?», le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva.
Su
sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro brillaban,
como cuando el Om flota sobre todas las voces del río. Su sonrisa
era diáfana cuando se dirigía al amigo; y ahora también el rostro
de Siddharta brillaba con la misma clase de sonrisa. Su herida
florecía, su sufrimiento se iluminaba, su yo había entrado en la
unidad.
En
aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el destino, terminó
el sufrir. En su cara se dibujaba la serenidad que da la sabiduría,
a la que ya no se opone ninguna voluntad, la que conoce toda la
perfección, la que está de acuerdo con el río de los sucesos, con
la corriente de la vida, lleno de igualdad de sentimientos, entregado
a la corriente, perteneciente a la unidad. Cuando Vasudeva se levantó
de su asiento junto a la orilla, miró a los ojos de Siddharta y
observó en ellos el brillo y la serenidad de la sabiduría;
suavemente le tocó el hombro con la mano, con cariño y cuidado, y
declaró:
-He
estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha llegado, por fin,
dejad que me marche. Durante mucho tiempo he aguardado; ya he sido
bastante tiempo el barquero Vasudeva. ¡Adiós, río! ¡Adiós,
choza! ¡Adiós, Siddharta!
Siddharta
se inclinó profundamente ante Vasudeva.
-Lo
sabía -manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques?
-Me
voy a los bosques, hacia la unidad -contestó Vasudeva, y su rostro
resplandecía.
Se
alejó con rostro refulgente; Siddharta le siguió con la mirada
llena de profunda alegría, de honda serenidad; contempló su caminar
lleno de paz, observó su cabeza rodeada de resplandor, vio su cuerpo
rebosante de luz.
-GOVINDA-
En
una ocasión se encontraba Govinda con otros monjes descansando en el
jardín que la cortesana Kamala había regalado a los discípulos de
Gotama. Oyó hablar de un viejo barquero que vivía junto al río, a
la distancia de una jornada, y que era considerado como un sabio.
Cuando llegó el día en que tuvo que continuar su camino, Govinda
eligió el camino en dirección a la barca, ya que deseaba conocer a
aquel barquero. Pues, a pesar de que él había vivido toda su
existencia según las reglas, y aunque los monjes jóvenes le
respetaban por su edad y modestia, dentro de su corazón no se había
apagado la llama de la inquietud y la búsqueda.
Llegó
al río, rogó al viejo que le llevara al otro lado, y cuando bajaron
de la barca, declaró:
-Mucho
bien nos has hecho a nosotros, los monjes y peregrinos, ya que a la
mayoría nos cruzaste por este río. ¿No eres tú también,
barquero, uno de los que buscan el camino de la verdad?
Los
ojos viejos de Siddharta sonrieron al contestar:
-¿Te
encuentras también tú entre los que buscan, venerable? Más, ¿no
tienes ya muchos años y llevas el hábito de los monjes de Gotama?
-Aunque
soy viejo -repuso Govinda-, no he dejado de buscar. Jamás dejaré de
hacerlo: ése parece ser mi destino. Y creo que tú también has
buscado. ¿Quieres darme un consejo, venerable?
Siddharta
declaró:
-¿Qué
podría decirte, venerable? Quizá que has buscado demasiado. Que de
tanto buscar, no tienes ocasión para encontrar.
-¿Cómo
es eso? -preguntó Govinda.
-Cuando
alguien busca -continuó Siddharta-, fácilmente puede ocurrir que su
ojo sólo se fije en lo que busca; pero como no lo halla, tampoco
deja entrar en su ser otra cosa, ya que únicamente piensa en lo que
busca, tiene un fin y está obsesionado con esa meta. Buscar
significa tener un objetivo. Encontrar, sin embargo, significa estar
libre, abierto, no necesitar ningún fin. Tú, venerable, quizás
eres realmente uno que busca, pues persiguiendo tu objetivo, no ves
muchas cosas que están a la vista.
-Todavía
no te comprendo muy bien -objetó Govinda-. ¿Qué quieres decir?
Y
Siddharta contestó:
-Hace
tiempo, venerable, hace muchos años, que ya estuviste aquí una vez,
junto a este río, y en su ribera hallaste a una persona durmiendo;
entonces te sentaste a su lado para velar su sueño. Pero no
reconociste a la persona que dormía, Govinda.
Sorprendido,
y como hechizado, el monje miró a los ojos del barquero.
-¿Eres
tú, Siddharta? -preguntó con voz temblorosa-. ¡Tampoco esta vez te
habría reconocido! ¡Te saludo de corazón, Siddharta, y me alegra
profundamente volverte a ver! Has cambiado mucho, amigo... ¿Así que
te has convertido en barquero?
Siddharta
sonrió amablemente.
-Pues,
sí, en barquero. Hay que cambiar mucho, Govinda. Hay quien debe
llevar muchos hábitos, y yo soy uno de ellos, amigo. Sé bien
venido, Govinda, y quédate esta noche en mi choza.
Govinda
permaneció aquella noche en la cabaña y durmió en el lecho que
antes fuera de Vasudeva. Interrogó mucho a su amigo de juventud, y
Siddharta se vio obligado a contarle su vida. Cuando a la mañana
siguiente había llegado la hora de empezar la marcha diaria,
preguntó vacilante Govinda:
-Antes
de continuar mi camino, Siddharta, permíteme una pregunta. ¿Tienes
una doctrina? ¿Tienes una fe o una creencia que sigues, que te ayuda
a vivir y a obrar bien?
Siddharta
declaró:
-Tú
ya sabes, amigo, que de joven, cuando vivía con los ascetas, en el
bosque, llegué a creer que debía desconfiar de las doctrinas y los
profesores, y darles la espalda. No he cambiado de opinión. No
obstante, he tenido muchos otros maestros desde entonces. Incluso una
bella cortesana fue mi instructora por un largo tiempo, así como un
rico comerciante y unos jugadores de dados. También lo ha sido en
una ocasión un discípulo de Buda; estaba sentado a mi lado, en el
bosque, cuando yo me había adormecido en mí peregrinar. También
aprendí de él, y le estoy agradecido, de veras. Sin embargo, de
quien aprendí más fue de este río y de mi antecesor, el barquero
Vasudeva. Era una persona muy sencilla; no se trataba de ningún
filósofo, y sin embargo, sabía tanto como Gotama: era perfecto, un
santo.
Govinda
exclamo:
-¡Me
parece, Siddharta, que todavía te gusta la burla! Te creo y sé que
no has seguido a ningún profesor. ¿Pero, acaso no has encontrado tú
mismo esta doctrina, con algunos razonamientos o conocimientos tuyos,
que te ayuden a vivir? Si quisieras decirme alguna de esas teorías,
alegrarías mi corazón. Siddharta repuso:
-He
tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez en cuando. En
alguna ocasión he creído sentir en mí cómo se percibe la vida en
el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran muchas las
ideas, y me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es
una de las cuestiones que he descubierto: la sabiduría no es
comunicable. La sabiduría que un erudito intenta comunicar, siempre
suena a simpleza.
-¿Bromeas?
-inquirió Govinda.
-No.
Digo lo que he encontrado. El saber es comunicable, pero la sabiduría
no. No se la puede hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace
milagros: pero nunca se la puede explicar ni enseñar. Esto era lo
que ya de joven pretendía, y lo que me apartó de los profesores.
«He
encontrado otra idea que tú, Govinda, seguramente tomarás por broma
o chifladura, pero, en realidad, se trata de mi mejor pensamiento. Es
éste: ¡Lo contrario a cada verdad es igual de auténtico! O sea:
una verdad sólo se puede pronunciar y expresar con palabras si es
unilateral. Y unilateral es todo lo que se puede expresar con
pensamientos y declarar con palabras; todo lo unilateral, todo lo
mediocre, todo lo que carece de integridad, de redondez, de unidad».
«Cuando
el venerable Gotama enseñaba el mundo por medio de palabras, lo
tenía que dividir en sansara y nirvana en ilusión y verdad, en
sufrimiento y redención. No es posible otra forma para el que desea
enseñar. No obstante, el mundo mismo, lo que existe a nuestro
alrededor y en nuestro propio interior, nunca es unilateral. Jamás
un hombre o un hecho es del todo sansara o del todo nirvana nunca un
ser es completamente santo o pecador. Nos parece que es así porque
nos hacemos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el tiempo no
es real, Govinda, lo he experimentado muchísimas veces. Y si el
tiempo no es real, también el lapso que parece existir entre el
mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza,
entre lo malo y lo bueno, es una ilusión».
-¿Qué
quieres decir? -preguntó Govinda angustiado.
-¡Escucha
bien, amigo, escucha bien! El pecador, que lo somos tú y yo, es
pecador, pero algún día volverá a ser Brahma, llegará a nirvana
será buda..., y ahora fíjate bien: ese «algún» es una ilusión.
¡Es sólo metáfora! El pecador no está en camino hacia el budismo,
no se encuentra en un desarrollo, aunque no nos lo podemos imaginar
de otra forma. No; en el pecador, ahora y hoy, ya está presente el
buda futuro, todo su futuro, en él, en ti, en todo se debe respetar
el posible buda escondido.
«El
mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni se encuentra en un camino
lento hacia la perfección. No; él es perfecto en cualquier momento.
Todo pecado ya lleva en sí el perdón, todos los lactantes, la
muerte; todos los moribundos, la vida eterna. Ningún ser humano es
capaz de ver en el otro en qué situación se halla dentro de su
camino: en el ladrón y en el jugador espera el buda, en el brahmán
espera el ladrón».
«En
la profunda meditación existe la posibilidad de anular el tiempo, de
ver toda la vida pasada, presente y futura a la vez, y entonces todo
es bueno, perfecto: es brahma. Por ello, lo que existe me parece
bueno; creo que todo debe ser así, tanto la muerte como la vida, el
pecado o la santidad, la inteligencia o la necedad; todo necesita
únicamente mi afirmación, mi buena voluntad, mi conformidad de
amante: entonces es bueno para mí, y nunca podrá perjudicarme».
«He
experimentado en mi propio cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba
el pecado, la voluptuosidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que
precisaba de la más vergonzosa desesperación para aprender a vencer
mi resistencia, para instruirme a amar al mundo, para no compararlo
con algún mundo deseado o imaginado, regido por una perfección
inventada por mí, sino dejarlo tal como es y amarlo y vivirlo a
gusto».
«Estas
son, Govinda, algunas de las ideas que se me han ocurrido».
Siddharta
se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en la mano.
-Esto
-declaró mientras jugaba-, es una piedra, y dentro de un tiempo
quizá sea polvo de la tierra, y de la tierra pasará a ser una
planta, o animal o un ser humano. En otro tiempo hubiera dicho:
«Esta
piedra sólo es piedra, no tiene valor, pertenece al mundo de Maja;
pero como en el circuito de las transformaciones también puede
llegar a ser un ente humano y un espíritu, por ello le doy valor».
Así, quizás, hubiera pensado antes. Pero ahora razono: esta piedra
es una piedra, también un animal, también un dios, también un
buda; no la venero ni amo porque algún día pueda llegar a ser esto
o lo otro, sino porque todo esto lo es desde hace tiempo, desde
siempre. Y, precisamente, esto que ahora se me presenta como una
piedra, que ahora y hoy veo que es una piedra, justamente por ello la
amo y le doy un valor y un sentido en cada una de sus líneas y
huecos, en el amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido que
produce cuando la golpeo, en la sequedad o humedad de su superficie.
»Hay
piedras que al tocarlas parecen aceite o jabón, y otras semejan
hojas o arena, y cada una es diferente y roza el Orn a su manera;
cada una es Brahma, pero a la vez es una piedra, está grasienta o
jabonosa, y precisamente esto es lo que me gusta y me parece
maravilloso y digno de adoración.
»Pero
no me hagas hablar más sobre todo ello. Las palabras no son buenas
para el sentido secreto; en cuanto se pronuncia algo ya cambia un
poquito, se lo falsifica..., sí, y también esto es muy bueno y me
gusta asimismo, estoy muy de acuerdo que lo que es tesoro y sabiduría
de una persona, parezca a otra una locura.
Govinda
escuchaba en silencio.
-¿Por
qué me has dicho lo de la piedra? -preguntó vacilante, tras una
pausa.
-Lo
dije con intención. O quizás he querido declarar que amo
precisamente a la piedra y al río, a esas cosas que contemplamos y
de las que podemos aprender. Govinda, puedo amar a una piedra, a un
árbol o a su corteza. Son objetos que pueden amarse. Pero no a las
palabras. Por ello, las doctrinas no me sirven, no tienen dureza, ni
blandura, no poseen colores, ni cantos, ni olor, ni sabor, no
encierran más que palabras. Acaso sea eso lo que te impide encontrar
la paz, quizá sean tantas palabras. También redención y virtud, lo
mismo que sansara y nirvana son sólo palabras, Govinda. Fuera del
nirvana no existe nada más: únicamente palpita el vocablo nirvana.
Govinda
exclamó:
-Amigo,
nirvana no es tan sólo un término. Nirvana es un pensamiento.
Siddharta
continuó:
-Un
pensamiento, puede ser así. Amigo, he de hacerte una confesión: no
me gusta diferenciar mucho entre pensamientos y palabras. Para serte
sincero, tampoco soy partidario de las teorías. Me gustan más los
objetos. Aquí, en esta barca, por ejemplo, mi antecesor fue un
hombre, un santo que durante muchos años creyó simplemente en el
río, en nada más. Notó él que la voz del río le hablaba; de ella
aprendió, pues el agua le educó y enseñó; el río le parecía un
dios. Durante muchos años ignoró que todo viento, nube, pájaro o
escarabajo, es igual de divino, y sabe tanto que también puede
enseñar como el río. No obstante, cuando ese santo se marchó a los
bosques, lo sabía todo, más que tú y yo, y sin profesor, ni
libros; únicamente porque había creído en el río.
Govinda
replicó:
-Pero,
lo que tú llamas «objeto», ¿es realmente algo que tiene
sustancia? ¿No se trata sólo de un engaño de Maja: únicamente
imagen y apariencia? Tu piedra, tu árbol, tu río..., ¿son
realidades?
-Tampoco
eso me preocupa mucho -repuso Siddharta-. ¡Qué más da que las
cosas sean engaños o no! Y silo son, también yo lo seré entonces,
y de ese modo nunca me importará. Este es el motivo que me obliga a
tenerles tanto aprecio y veneración: son mis semejantes. Por ello
puedo amarlos.
»Y
ahora voy a exponerte una teoría de la que te vas a reír: el amor,
Govinda, me parece que es lo más importante que existe. Penetrar en
el mundo, explicarlo y despreciarlo, puede ser cuestión de interés
para los grandes filósofos. Pero para mí, únicamente me interesa
el poder amar a ese mundo, no despreciarlo; no odiarlo ni aborrecerme
a mí mismo; a mí sólo me atrae la contemplación del mundo y de mí
mismo, y de todos los seres, con amor, admiración y respeto.
-Eso
sí que lo comprendo -interrumpió Govinda-. Pero precisamente fue
este punto lo que el majestuoso reconoció como engaño. Gotama
ordena benevolencia, respeto, compasión, tolerancia, pero no amor;
nos prohibió atar a nuestro corazón en el amor hacia lo terrenal.
-Lo
sé -repuso Siddharta. Y su sonrisa tenía un brillo dorado-. Lo sé,
Govinda. Y mira, ya nos encontramos en medio de la espesura de las
opiniones, en la discusión por palabras. No puedo negarlo: mis
palabras sobre el amor contradicen, mejor dicho, parece que
contradicen a las palabras de Gotama. Esa es la causa que me hace
desconfiar de los términos, pues sé que esta contradicción es un
engaño. Sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¡Es imposible que el
majestuoso no conozca el amor! ¡El, que ha llegado a conocer todo lo
humano en su carácter transitorio y vanidoso, y que a pesar de ello
amó tanto a los seres humanos! ¡El, que empleó toda su larga y
penosa vida únicamente para ayudarles, para enseñarles!
»También
en Gotama, tu maestro, prefiero sus hechos antes que sus palabras.
Sus actos y su vida me parecen más importantes que sus oraciones, el
gesto de su mano es más interesante que sus opiniones. No veo su
grandeza en el hablar, ni en el pensar, sino en sus obras y su
existencia.
Durante
mucho tiempo permanecieron callados los dos ancianos. Entonces
Govinda dijo al despedirse:
-Te
agradezco, Siddharta, que me hayas comunicado tus pensamientos. Por
un lado son extraños, y no todos los entendí de primera intención.
Pero sea como sea, te lo agradezco y deseo que pases tus días en
paz.
«Sin
embargo -pensó para sus adentros-, este Siddharta es una persona
extraña, habla de raras teorías y su doctrina me suena a locura. La
del majestuoso se ve más clara, distinta, pura, comprensible; no
contiene nada de rarezas, ni locuras o ridiculeces. Pero ya no me
parecen tan distintos al majestuoso, las manos y los pies de
Siddharta, ni su frente, su aliento, su sonrisa, su saludo, su manera
de andar. Jamás nadie, después de que nuestro majestuoso buda
entrara en el nirvana me obligó a exclamar: ¡Este es un santo! Sólo
ante Gotama, y ahora ante Siddharta. Aunque su doctrina sea extraña
y sus palabras suenen a locura, la mirada, la mano, la piel, el
cabello, todo él respira una pureza, una tranquilidad, una serenidad
y clemencia y santidad que no he visto en ningún otro hombre,
después de la muerte de nuestro majestuoso profesor.»
Mientras
Govinda pensaba así, en su corazón mantenía un conflicto, y de
nuevo se sintió atraído a Siddharta por amor. Se inclinó
profundamente ante aquel hombre que se hallaba sentado, lleno de
serenidad.
-Siddharta
-empezó-, hemos llegado a ser hombres viejos. Difícilmente en esta
vida volveremos a encontrarnos. Veo, amigo, que has hallado la paz.
Yo te confieso que no la he conseguido. ¡Dime, venerable, una
palabra más! ¡Dame algo para el camino, algo que pueda entender y
comprender! Concédeme algo para ese camino. Frecuentemente mi marcha
es difícil y sombría, Siddharta.
Siddharta
no pronunció palabra; le miró con sonrisa tranquila, siempre igual.
Govinda clavó su vista fijamente en su rostro, con temor, con
anhelo. Su mirada expresaba sufrimiento y una búsqueda eterna y un
eterno rastrear.
Siddharta
le observó y sonrió.
-
¡Acércate a mí! - susurró al oído de Govinda -. ¡Acércate a
mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cerca! Y ahora, ¡besa mi frente,
Govinda!
Y
sucedió algo maravilloso mientras Govinda obedecía sus palabras,
entre un presentimiento y el amor que le atraía: se le acercó mucho
y rozó su frente con los labios. Todo ocurrió mientras sus
pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas palabras de
Siddharta, mientras se esforzaba aún por quitar el tiempo en vano y
con resistencia de sus pensamientos, y de imaginarse el nirvana y
sansara como una misma cosa, a la vez que sentía desprecio por las
palabras de su amigo y luchaba en su interior con un enorme respeto y
amor. Así fue.
Ya
no contemplaba el rostro de su amigo Siddharta, sino que veía otras
caras, muchas, una larga hilera, un río de rostros, de centenares,
de miles de facciones; todas venían y pasaban, y sin embargo,
parecía que todas desfilaban a la vez, que se renovaban
continuamente, y que al mismo tiempo eran Siddharta. Observó la cara
de un pez, de una carpa, con la boca abierta por un inmenso dolor, de
un pez moribundo, con los ojos sin vida..., vio la cara de un niño
recién nacido, encarnada y llena de arrugas, a punto de echarse a
llorar..., divisó el rostro de un asesino, le acechó mientras
hundía un cuchillo en el cuerpo de una persona..., y al instante
vislumbró a este criminal arrodillado y maniatado, y cómo el
verdugo le decapitó con un golpe de espada..., distinguió los
cuerpos de hombres y mujeres desnudos y en posturas de lucha, en un
amor frenético..., entrevió cadáveres quietos, fríos, vacíos...,
reparó en cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de
elefantes, de toros, de pájaros..., observó a los dioses, reconoció
a Krishna y a Agni..., captó todas estas figuras y rostros en mil
relaciones entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando,
odiando, destruyendo y creando de nuevo. Cada figura era un querer
morir, una confesión apasionada y dolorosa del carácter
transitorio; pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre volvían a
nacer con otro rostro nuevo, pero sin tiempo entre cara y cara... Y
todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se
reunían, y encima de todas ellas se mantenía continuamente algo
débil, sin sustancia, pero a la vez existente, como un cristal fino
o como hielo, como una piel transparente, una cáscara, un
recipiente, un molde o una máscara de agua; y esa máscara sonreía,
y se trataba del rostro sonriente de Siddharta, el que Govinda rozaba
con sus labios en aquel momento.
Así
vio Govinda esa sonrisa de la máscara, la sonrisa de la unidad por
encima de las figuras, la sonrisa de la simultaneidad sobre las mil
muertes y nacimientos; esa sonrisa de Siddharta era exactamente la
misma del buda, serena, fina, impenetrable, quizá bondadosa, acaso
irónica, siempre inteligente y múltiple, la sonrisa de Gotama que
había contemplado cien veces con profundo respeto. Govinda lo sabía:
así sonríen los que han alcanzado la perfección.
Sin
saber si existía el tiempo, si había pasado un segundo o cien años,
desconociendo si eran realidad un Gotama, un Siddharta, si vivía el
yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina cuya herida
es dulce, encantado y roto su corazón..., Govinda permaneció
todavía un tiempo inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta,
el que besara hacía un momento, el que fuera escenario de todas las
transformaciones, de todos los orígenes, de todo lo existente.
El
rostro de Siddharta no había cambiado tras cerrarse en su superficie
la profundidad y la multiplicidad; sonreía sereno, suavemente, quizá
muy bondadoso, acaso irónico, exactamente como había sonreído el
majestuoso.
Govinda
se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas
arrugadas, sin que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más
profundo amor, su más modesta veneración en el alma. Se inclinó
ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado,
sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que
nunca en la vida había tenido algo que considerase valioso y
sagrado.
Fin
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